Viaje a Barcelona. Un “aguijón” por el que ninguno se pierde

Un grupo de universitarios italianos y españoles, tres días en Cataluña. ¿Pero qué es ese velo de tristeza que siempre asoma, incluso ante la belleza de la Sagrada Familia o de nuestro estar juntos?

Este fin de semana hemos estado cuarenta y tres amigos en Barcelona. Italianos, barceloneses y madrileños nos hemos encontrado en el Tibidabo y, desde el jueves por la noche, hemos estado compartiendo, conociéndonos, jugando, visitando la ciudad, comiendo, cantando… Conociendo más lo que a cada uno de nosotros nos ha sucedido y nos ha conquistado. Aquello por lo que cada uno de nosotros estábamos allí.

La unidad entre nosotros es sorprendente. Cómo compartimos lo más importante de la vida, cómo vivimos de Uno que lo abraza todo, el estar juntos y la forma de estarlo, lo abarca todo. La visita a la ciudad, las comidas, cantar, celebrar la misa, jugar. Cualquier cosa que hacemos juntos es para conocerle más. Siempre en el horizonte de un gran amor. Y todo es sorpresa, incluso ese pungolo, ese aguijón del que hemos hablado en las comidas y en las cenas.

El momento de comer y cenar juntos ha sido una ocasión para contarnos lo que nos había pasado durante el día, para preguntar, para poner encima de la mesa nuestras inquietudes, a una sola voz. Esta es una de las cosas que más me sorprenden en la manera de cuidar nuestro estar juntos, todos a una sola cosa, la más importante, la que está ocurriendo.

El viernes por la mañana visitamos la Sagrada Familia, y me sorprendió la manera en la que estábamos todos, con los ojos buscando conocer más lo que hay detrás de una belleza así, descubriendo la relación que Gaudí tenía con el Misterio para poder construir algo así, tan lleno de sentido y de significado. De hecho, la conversación de la comida fue sobre esto.



En la cena de ese mismo día, después de un día genial, de visitar la Sagrada Familia, comer juntos y jugar en la playa, Juan nos contaba que después del día que habíamos pasado algo dentro del corazón le saltaba en forma de tristeza. A partir de la conversación que tuvimos en esta cena, todo el fin de semana ha sido ayudarnos a comprender este aguijón que nos pincha el corazón, este pungolo que –decía Dima– no nos deja indiferentes, que nos detiene. Lo podemos vivir de dos formas, decía: como una sombra que llega y tapa lo bello, como un problema, o como algo que nos asalta y nos provoca a preguntarnos quién está detrás de todo lo que vivimos, de la belleza de las cosas. En la plenitud y en la insuficiencia, en cada cosa que nos sucede. A partir de esto ha sido precioso ir contándonos cómo vivíamos cada uno las cosas bellas, y este aguijón que a menudo nos asalta. Que hace nuestro corazón cada vez más de Otro.

El sábado visitamos el barrio gótico de la ciudad y, por la tarde, el Museo de Arte Nacional de Cataluña. La comida fue otro momento precioso de ayudarnos a mirar juntos lo que estábamos viviendo esos días. Varios amigos nos contaban cómo se encontraban ellos delante de ciertas cosas –de la belleza de un momento, de una amistad, de una falta–, y cómo ese encuentro disparaba la relación con el Señor.

En la cena de ese mismo día, Tere decía: «No sé si os habéis dado cuenta, pero en un fin de semana especialmente concurrido en Barcelona, en plena manifestación, hemos estado yendo de un sitio para otro en transporte público cuarenta y tres personas, y en ningún momento nadie se ha perdido. Esto en otra compañía a mí no me sucede; si llego a venir con otros amigos nos habríamos perdido muchas veces. Me sorprende la unidad que se da entre nosotros. Y esto sucede porque todos seguimos una misma cosa, lo más importante». Por eso nadie se ha perdido.
María, Madrid