Monseñor José Antonio Álvarez, obispo auxiliar de Madrid, durante la homilía © Foto: Mercedes Laviña

«Supo unir las preguntas del hombre y la respuesta de Dios»

La homilía de José Antonio Álvarez, obispo auxiliar de Madrid, en la misa por el vigésimo aniversario de la muerte de Luigi Giussani, celebrada el pasado 22 de febrero
José Antonio Álvarez

«Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». Las palabras del Evangelio que acaban de ser proclamadas abren ante nosotros el horizonte infinito e inalcanzable de la vida cristiana. Es la razón que nos reúne en esta tarde como Pueblo de Dios, para dar gracias por el 43º aniversario del reconocimiento pontificio de la Fraternidad de Comunión y Liberación y poder ofrecer este sacrificio de misericordia por don Luigi Giussani en el vigésimo aniversario de su fallecimiento. ¡Cuántas veces monseñor Giussani decía que «dan ganas de decir que la palabra “misericordia” debería arrancarse del diccionario, porque no existe en el mundo de los hombres, no hay nada que corresponda a ella» (Crear huellas en la historia del mundo, p. 188)! En efecto, la misericordia es el signo más evidente de la presencia del otro mundo en este mundo: y nosotros, que sabemos de qué se habla cuando se habla de misericordia, somos testigos agradecidos de esta gran verdad y novedad inaudita.

Esta experiencia de misericordia que nos abre a la eternidad es la que pedimos hoy de manera especial para este sacerdote italiano. Y es la que también reconocemos como forma de vida para quienes hemos sido alcanzados en esta vida por esta gracia: ser llamados, ser elegidos para vivir en Cristo. Es la respuesta del elegido, el rey David, ante el desprecio de Saúl. La actitud de reconciliación que le faltó a Saúl fue vivida de una manera heroica por David, futuro rey de Jerusalén. Este amor, llevado hasta amar a los enemigos, anuncia a Cristo quien nos dice: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo».

Esta manera de mirar la realidad y de manera especial al hombre, es la que tuvo mons. Giussani. Hace unos días, el cardenal Farrell, prefecto del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida, al hablar de su persona y su obra decía: «Tomó en serio al hombre, tomó en serio a Cristo». Recibió desde su juventud el don de una marcada sensibilidad humana, existencial y filosófica para captar la profundidad del alma humana. Esa grandeza que reconoció y que le permitió ayudar a que muchos jóvenes que le conocieron y convivieron con él se preguntaran por el sentido de la vida, la grandeza de la existencia humana; en definitiva, a que reconocieran la gran pregunta de toda persona: ¿para quién soy yo?

Una pregunta a la que Cristo responde. Como hemos escuchado hoy a San Pablo: «El primer hombre, Adán, fue un ser animado. El último Adán, un espíritu que da vida». Cristo, el último Adán, es quien da respuesta al deseo de plenitud del corazón humano. De ahí que Giussani viviera con una verdadera pasión educativa: la de ayudar a que el hombre reconozca su verdadera identidad y misión. Supo unir «las preguntas del hombre» y la «respuesta de Dios» mostrando la razonabilidad del anuncio cristiano como pleno cumplimiento de lo humano. Como buen educador, supo suscitar preguntas en el corazón de sus alumnos y amigos, y mostrar cómo Cristo es la respuesta definitiva para todas esas preguntas. Como dirá el Concilio Vaticano II: «Cree la Iglesia que Cristo... da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda responder a su máxima vocación... Bajo la luz de Cristo... el Concilio habla a todos para esclarecer el misterio del hombre».

Queridos hermanos, este carisma que habéis recibido sigue siendo hoy una necesidad en nuestros días. En la vida cristiana, todo lo que se recibe y se vive tiene como horizonte el bien del entero Cuerpo de Cristo, el crecimiento y la edificación del Pueblo de Dios. Hoy necesitamos seguir mirando al mundo y al hombre con esa mirada de compasión y misericordia que caracterizó al Siervo de Dios mons. Giussani, para ayudarles a seguir reconociendo su grandeza y la verdad de su existencia.

En este horizonte, ser Peregrinos de Esperanza es una llamada a la que somos convocados en este año jubilar. El Papa ha identificado la esperanza como el mensaje central del jubileo (Spes non confundit, n. 1). La esperanza nos permite reconocernos hermanos de todos los hombres porque «todos esperan. En el corazón de toda persona anida la esperanza como deseo y expectativa del bien» (ibídem). Nuestro camino personal y comunitario, la vida del cristiano y de la Iglesia, no constituyen un sendero que corre en paralelo a los caminos de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Con todos compartimos dolores y alegrías, esperanzas e incertidumbres, logros y fracasos. Como todos, también nosotros esperamos y nuestro corazón, como el de cada hombre, arde con deseos de vida y bondad. Ser conscientes de esta unidad profunda que nos vincula a todos los hombres y mujeres con los que compartimos la existencia, también a los que están aparentemente más lejos de nosotros e incluso a los que nos persiguen, nos ayuda a comprender las razones profundas de las palabras de Jesús en el Evangelio: «amad a vuestros enemigos». También aquel que creemos el peor de nuestros enemigos comparte con nosotros la fatiga del camino de ser hombres, también en su corazón, como en el nuestro, alberga la esperanza de un mañana mejor y todos sus intentos, por desafortunados que sean, esconden un deseo de bien que espera ser cumplido, ser salvado.

El amor a los enemigos se presenta en el Evangelio de este domingo como la expresión paradigmática de la vida nueva que genera el encuentro con Jesucristo resucitado. Esa humanidad nueva que es la humanidad de Cristo resucitado, primicia de vida nueva de los cristianos. Así nos lo ha recordado san Pablo: «Como el hombre terrenal, así son los de la tierra; como el celestial, así son los del cielo». ¿Damos crédito a la novedad que la resurrección ha sembrado en nuestra carne mortal haciendo de nosotros, ya desde ahora, ciudadanos del cielo? La vida nueva que nace del bautismo y florece a lo largo de nuestra existencia, por obra del Espíritu Santo, vive en nosotros como signo de esperanza para nuestro mundo. Por esta razón, el papa Francisco nos invita, en este jubileo, a transformar «los signos de los tiempos, que contienen el anhelo del corazón humano, necesitado de la presencia salvífica de Dios, […] en signos de esperanza» (Spes non confundit, n. 7).

Y los signos, para poder seguir siendo signos, tienen que ser visibles, identificables, ofrecidos a todos, en todas partes y en todo momento. La esperanza que no defrauda, don gratuito e inmerecido que hemos recibido, se nos ha dado para que podamos compartirla con todos. Estamos llamados a vivir la novedad del encuentro con Cristo en la trama concreta de la existencia humana, como presencia pública, ofrecida a la libertad de todos los hombres. Somos testigos en medio del mundo. Y testigos no de nuestras capacidades, sino de la misericordia que nos ha abrazado y quiere abrazar al mundo entero. El amor a la vida, desde su concepción hasta su fin natural, la promoción y defensa de la familia, la atención por el bien común, la justicia y la libertad a todos los niveles, el entusiasmo por la educación, la generación de empleo y de riqueza para beneficio de todos, el cuidado de los miembros más débiles y pobres de nuestra sociedad asumiendo los deberes propios de la solidaridad, la amistad civil en el ámbito político, el cuidado de la creación… en todos los ámbitos de la existencia humana estamos llamados a ser testigos de la vida nueva que genera la esperanza cristiana. Esta es la «medida generosa, colmada, remecida, rebosante» de la mirada nueva que genera el encuentro con Cristo, la medida nueva y fascinante de la cultura que nace de la fe y que se ofrece como espacio de encuentro a todos los hombres.

Esta novedad de vida se hace presente y accesible en el pueblo cristiano. Un pueblo al que hemos sido todos convocados para caminar juntos –fieles laicos, miembros de la vida consagrada y pastores– según la riqueza de vocaciones, oficios y tareas, a partir de los dones con los que el Espíritu quiere enriquecer esta comunidad, y llamados a ofrecer el testimonio concorde de la unidad que genera Cristo mismo y que pide al Padre: «que sean uno, para que el mundo crea». Somos, por tanto, un don los unos para los otros y, todos juntos, un don para el mundo entero.

Que María, la Madre de la Iglesia, nos alcance esta conciencia y renueve en nosotros el deseo de ser “peregrinos de esperanza”.