«Pero la esperanza –dice Dios– sí que me sorprende»

Crónica de la presentación en Madrid del libro de Paolo Prosperi dedicado al “Misterio de los misterios, la esperanza según Peguy”
Luis Miguel Brugarolas

El jueves día 14 de noviembre nos reunimos en Madrid con Paolo Prosperi, sacerdote de la Fraternidad misionera San Carlos Borromeo para la presentación de su libro Misterio de los misterios, la esperanza según Peguy, publicado por Ediciones Encuentro. Se trata de un ensayo teológico sobre la segunda de las virtudes teologales tal como la “vivió” y por eso la entendió Péguy. Escribe von Balthasar: «La dureza de la prueba voluntariamente abrazada (…) conseguirá para Péguy la gracia de entrar más a fondo que ningún otro poeta cristiano en los misterios de la ternura del corazón de Dios». Ese corazón que espera en cada uno de nosotros, que no somos nada.

Desde el momento que empezó a hablar Carmen Giussani, traductora del libro y de la voz de Paolo, se hizo evidente que estábamos ante un texto poco convencional. Paolo nos contó cómo Carmen empezó la traducción al español del libro sin que mediara la petición de una editorial. Lo hizo porque su lectura estaba siendo útil para ella y por ser «demasiado bonito». Asimismo hizo llegar una copia del primer esbozo de lo que sería el libro al papa emérito Benedicto XVI para que le reconfortara en sus últimos años de ancianidad y de pruebas de distinto género.

El autor quiso contar la génesis del libro antes de entrar en los contenidos y contestar a las preguntas del público. Péguy tuvo una profunda intuición: la esperanza tiene dos protagonistas. Uno de ellos, el hombre que arriesga su experiencia poniendo su esperanza en Dios, pero el otro también se arriesga (y más) poniendo Su esperanza en el hombre. De hecho la esperanza es como un baile o un juego de raqueta en el que es siempre Dios quien da el primer paso. La historia personal de cada uno es el espacio en el que tiene lugar este diálogo. De este modo, el autor francés aporta una perspectiva nueva sobre uno de los aspectos más dramáticos de la existencia humana.



En un momento dado del ejercicio de su ministerio, tras pasar cinco años de misión en Rusia, sus superiores de la Fraternidad San Carlos le destinaron a Estados Unidos. Allí, a pesar de haber invertido toda su energía en la misión en Rusia, durante los primeros dos años Paolo experimentó una intensa sensación de fracaso. Se dio cuenta de que a pesar de tener fe, corría el riesgo de perder la esperanza, es decir, de vivir una fe que no espera la sorpresa de algo grande que tiene que llegar, no espera en una resurrección personal.

En ese momento alguien puso en sus manos el libro El pórtico del misterio de la Segunda Virtud, de Charles Peguy, y nada más empezar Paolo se chocó con la descripción sorprendente del «asombro de Dios frente a la esperanza que habita en el corazón del hombre». Péguy habla de «asombro», que es el sentimiento que suscita lo raro, lo difícil, pero también lo hermoso, lo grande y lo sublime. A partir de este momento se inicia un fructífero diálogo entre el sacerdote y el autor. El ser humano, por su condición carnal, finita, se ve forzado a esperar siempre, pues que nunca sabemos lo que vendrá mañana: vivimos en una condición permanente de prueba y de precariedad existencial. «Se amplió mi pregunta: era la oportunidad de plantearme el sentido de la existencia humana en su mecánica carnal. Junto con el miedo, entrelazado con este, surge la certeza del misterio irreductible de nuestra libertad. Frente a los desafíos de la vida (y cita la destrucción provocada por la riada de la DANA), no estamos obligados a desesperar. Estamos ante el culmen de la libertad, de la condición humana».

Escribir el libro se convierte para Paolo Prosperi en un intento de saldar una deuda personal de agradecimiento con Péguy, capaz de descubrir la grandeza de lo humano en lo pequeño, una capacidad que se agudizó tras su conversión.

Ante una pregunta del público acerca de la convocación del próximo Jubileo de la esperanza, contestó: «Creo que “esperanza” es la palabra que mejor describe la experiencia a la que la Iglesia nos llama hoy. En un momento en que, al menos en Occidente, las iglesias se vacían y parece que el árbol de la Iglesia se seca, la esperanza indica la experiencia de renacer, de recobrar vida y con ello nuevos bríos, es una experiencia de resurrección, de modo que lo que parece muerto revive, en un renacer más hermoso. Esta experiencia es la muestra más clara del poder soberano de Cristo: su capacidad de regenerar la vida». Sin embargo, la naturaleza propia de Dios es la de respetar siempre nuestra libertad, «esperar a que nosotros pongamos nuestra esperanza en Él, para que Su gracia obre en nosotros». Es un diálogo en el que se suceden momentos de potencia y momentos de espera, como el diálogo de palabra y de escucha, de búsqueda entre el esposo (Dios) y la amada (la humanidad) de El Cantar de los Cantares, un diálogo que es la estructura de la historia.

Contestando a otra pregunta del público, Paolo Prosperi nos remitió a la encíclica Deus Caritas Est, donde el papa Benedicto habla del amor de Dios como un amor que tiene necesidad de reciprocidad. Aludió a Joseph Ratzinger y a Péguy como a los grandes poetas del eros divino, que rompen la falsa imagen de un Dios (cristiano) creador y un ser humano criatura situado en un nivel de inferioridad. Ambos autores responden a la modernidad contestando la imagen según la cual el hombre es libre cuando es autónomo. Ambos autores muestran que Dios no es como pensamos los modernos. Pensamos que ser criatura nos pone en situación de inferioridad frente a Dios mientras, en realidad, aspiramos a ser como Él, pues somos imagen Suya. Nos concebimos autónomos según esta imagen que tenemos de un Dios que pensamos en alternativa al hombre, buscamos el poder absoluto y la perfección. Al contrario, ser criatura no nos pone en oposición a Dios ni en situación de inferioridad. Lo esencial es darnos cuenta de que Dios nos ama, se entrega por nosotros y, al tiempo, tiene sed de ser amado por nosotros. Dios ama también como amamos nosotros, los hombres, con un amor que es caritas pero también eros, como decían los Padres de la Iglesia, él desea un intercambio de amor. Esto nos lleva al misterio de la Trinidad, un amor que es siempre recíproco. «En lo humano hay más de lo divino de lo que vemos, y hay mucha más humanidad en Dios de lo que muchos imaginan», dijo. Solo así el hombre puede descubrir su dignidad de criatura: mirándose al espejo y sabiéndose amado por Dios hasta el punto de que “espera” nuestro amor.