El legado de Alfonso Simón
El verano pasado, ya con una salud débil, quiso participar en las vacaciones de sus amigos sacerdotes. «Estar con Cristo, ofrecer todo a Cristo, servir en todo y en todos a Cristo»Veintiún sacerdotes del Studium Christi y dos seminaristas tuvimos la gracia de compartir vacaciones con Alfonso Simón del 18 al 23 de agosto este verano, en Oviedo. Cuando ese viernes 23 regresó a su pueblo, Papatrigo, en Ávila, a las pocas horas se agravó su estado de salud y por la noche ingresó en el Clínico de Madrid. Durante poco más de un mes luchó por su vida y finalmente el Señor vino a buscarle el 24 de septiembre de este año 2024, a los 77 años.
Tras consultar a su médico, pues estaba pasando por un momento delicado de salud y recibir su aprobación, decidió participar de esas vacaciones. Nunca su presencia había sido tan significativa para los sacerdotes del Studium como en esos días y no porque él o nosotros fuéramos conscientes de la cercanía de su muerte, sino porque sus pocas pero profundas palabras y la sencillez de sus gestos, sostenidos con gran trabajo y con una gran serenidad, resultaron tan verdaderos que lograron atraer y fijar nuestra atención. Ahora, tras su hospitalización y su paso al Padre, hemos interpretado lo vivido aquella semana como su legado, capaz de explicar los rasgos que caracterizaban su personalidad como ninguna otra explicación puede hacer.
Alfonso amaba la vida de la Iglesia y, en concreto, la del movimiento de Comunión y Liberación al que pertenecía. De hecho, asistió a los gestos más importantes de este carisma hasta el final de su vida: escuela de comunidad, ejercicios espirituales, vacaciones, EncuentroMadrid… y también a los de la Fraternidad del Studium Christi, en los cuales participó cada semana, escuchando a los demás, juzgando lo que tratábamos, dejándose corregir con humildad y compartiendo su vida. Era un hombre fiel que siempre estaba, siempre apostaba por la vida común a la que seguía y, por ende, servía. Normalmente se situaba en un lugar discreto, pues no necesitaba de los primeros puestos para vivir una vida entusiasta y entusiasmada, alegre y entregada; sin quejas, sin críticas amargas, con un corazón abierto que sabía disfrutar del bien de las migajas o presencias más notables de verdad, de bien o de belleza que hubiera entre nosotros, en la Iglesia universal y en las personas de buena voluntad. No le recordamos deprimido o enfadado, y ciertamente a veces pudo tener motivos para ello.
Quienes trabajaron con él en las distintas misiones que la Iglesia le encomendó le definen como un trabajador fiel, humilde, servicial e incansable, que lo mismo escribía editoriales o artículos en Alfa y Omega que trasportaba cajas de un lugar a otro, o que iba a buscar pizzas a altas horas de la noche para después seguir trabajando, y todo lo hacía con una discreción propia de la máxima evangélica: «Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha» (Mt 6,3). De él, también estos amigos destacan que disfrutaba ayudando a los demás y acompañándolos en los momentos felices y en los momentos duros de la vida, y que, entre ellos, «pasó haciendo el bien» (Hch 10,38). Eso sí, como decía también otro amigo suyo, «con su genio y su pronto, que de humana naturaleza estamos hechos».
Quizá una de las dimensiones menos conocida de su vida fue la intelectual. Era un hombre bien preparado teológicamente, gran lector al que le interesaban todas las materias y la actualidad, si bien con una preferencia muy notable por la Escritura y, en especial, por el relato evangélico de la presentación de Jesús en el templo del que hizo varios estudios, el último publicado en 2019, con el título El paraíso abierto. El Mesías y la Hija de Sión en Lc 2,29-35. En esta obra, él pone de relieve que la profecía de Simeón no tiene nada de sombría y que está encuadrada dentro de un contexto luminoso en el que el oráculo del anciano Simeón anunciaba la victoria de María, por su Hijo, sobre el mal: «La espada, que cerraba el paso al paraíso a causa de Eva, ha sido apartada por María». Con cuánta conmoción e insistencia repetía siempre que encontraba la ocasión esta interpretación, a su juicio tan esperanzadora para la humanidad. Además, durante 21 años fue el alma del semanario Alfa y Omega y a él también se deben las obras completas madrileñas del cardenal Ángel Suquía. Igualmente colaboró a lo largo de su vida en bastantes iniciativas promovidas por su gran amigo, el arzobispo emérito de Granada, Javier Martínez, que con tanto cariño y dedicación le ha acompañado a él y a su familia en su último mes de vida en el hospital. Asimismo, colaboró fiel y discretamente con el cardenal Antonio María Rouco Varela, arzobispo emérito de Madrid, al que le unía un gran afecto y una buena amistad.
Los rasgos de la personalidad de Alfonso, aquí descritos, sobre todo su bondad y su capacidad de trabajo, han llevado a algunos a comentar que había nacido sin pecado original. Y, en verdad, a veces podía dar esa impresión. Sin embargo, su vida no se puede explicar de forma total y exhaustiva como fruto de una disposición natural, ni de un temperamento bondadoso. La explicación de su vida nos la ofreció él, sin pretenderlo, en las pocas palabras y en los gestos tan cargados de sentido que nos brindó en las vacaciones que vivimos en Oviedo. Desde el primer día mostró una gran debilidad física, pues apenas daba los primeros pasos o pronunciaba un par de frases, se agotaba. En una comida, uno de nosotros le preguntó por qué había venido estando tan débil. Él contestó inmediatamente: «Porque quiero estar con Cristo. Estar con vosotros es estar con Cristo. Estando con vosotros, reconozco cercano a Cristo». No dijo más, pero su rostro manifestaba una luminosidad en su debilidad que evidenciaba la sinceridad de sus palabras y la verdad de su contenido.
El día que hicimos la bajada del Sella en canoa, él no vino porque, en su estado, era imposible realizarla. En la comida, le preguntamos qué tal había pasado la mañana. De nuevo, él con prontitud dijo: «Llevo un tiempo que mi quehacer fundamental consiste en ofrecer cada instante de mi vida a Cristo. Lo ofrezco por vosotros, por el movimiento y por la Iglesia, y esto me llena de paz y de sentido». Estaba débil, pero alegre.
El miércoles 21 me comunicó que se encontraba peor. Al día siguiente íbamos a hacer una marcha por la montaña y le sugerí que se quedara descansando. Me contestó: «¡No! Prefiero estar con vosotros. Si podéis, llevadme en coche hasta el restaurante donde vais a comer y allí os espero y comemos juntos. Me viene mejor estar con vosotros que quedarme aquí». Llegamos al restaurante y algunos comenzamos una partida de mus. Al vernos, él nos dijo: «Me encanta el mus». Entonces, uno de nosotros se levantó para que él pudiera jugar en su lugar. Y él, ilusionado, comenzó a jugar. Poco después entramos a comer. Apenas comió, pero regresaba contento al seminario donde nos alojábamos.
Él sabía y había experimentado que la salvación no viene de la inteligencia con la que miramos nuestros problemas o analizamos nuestra debilidad, ni de la fuerza de voluntad con la que la afrontamos, sino de la adhesión a la realidad objetiva creada por el Señor a través de la cual Él nos salva, de la que nuestra amistad participa y es signo. De aquí nacía en él una inteligencia sobre la realidad y una disposición para reconocer en cada particular «todo lo que es verdadero, noble, justo, amable…» (Flp 4,8) y adherirse a ello, comenzando por lo que despertaba el deseo de su corazón y le atraía por muy banal que pareciera, como podía ser una partida de mus.
El último día celebramos la eucaristía en la catedral, presidida por el arzobispo de Oviedo, Jesús Sanz Montes, amigo nuestro, que nos acogió y acompañó esos días con mucha delicadeza. Le pedimos a Alfonso que fuera el concelebrante principal como reconocimiento del bien que su presencia había sido para nosotros. Pues bien, lo sorprendente es que él, en la eucaristía, no dejó de atender al arzobispo en lo que necesitaba. Si se caía algo al suelo, él era el primero en intentar recogerlo; si había que traer la mitra o preparar el altar, él se levantaba, aunque apenas le quedaran fuerzas. Servir al Señor en la necesidad concreta del otro caracterizaba su corazón. Por eso, al pensar en él en esos días de vacaciones se nos ha hecho evidente lo que movía la vida de Alfonso y su legado para todos: estar con Cristo, ofrecer todo a Cristo, servir en todo y en todos a Cristo. Esta es la fuente de una vida alegre y fecunda en amigos, en obras y en esperanza de vida eterna.