Todos necesitamos un amigo. Incluso en una sociedad tan individualista como la nuestra se reconoce el valor de la amistad y sus beneficios. Sin embargo, la palabra amistad es una de las más degradadas de nuestra época y es difícil reconocer hoy en ella un eco de aquel bíblico tesoro que poseía quien tenía un amigo. Hoy en día se pueden tener miles de amigos virtuales, a los que les gusta lo que exhibimos de nuestra vida (es decir, lo más superficial) en las redes sociales, que apoyan nuestros proyectos, ríen nuestras ocurrencias y aplauden nuestras fotos, pero que pueden convertirse, sin previo aviso, en enemigos acérrimos por cualquier desavenencia. Amigos virtuales en una red cada vez más agujereada por la polarización y que, como dice Jesús Montiel, nos hace desatender la vida.
Miles de amigos que acaban sumiéndonos en una soledad cada vez más desesperada. Para superar esta soledad, que es un mal tremendo de nuestros días, necesitamos recuperar el verdadero significado de la amistad, no tanto como concepto, sino como experiencia. La amistad implica la conciencia de un destino común bueno. Es necesario un corazón que desee el bien del otro, antes incluso que su propio bien: «Infinitas gracias doy al cielo, Sancho amigo, de que, antes y primero que yo haya encontrado con alguna buena dicha, te haya salido a ti a recibir y a encontrar la buena ventura», le dice don Quijote a su escudero, manifestando así que el bien del amigo coincide con el propio. Por otra parte, la amistad se orienta a la búsqueda de la verdad. Un amigo es quien camina contigo al destino y, en ese camino, dialoga contigo, te corrige y te sostiene (...)