Familias para la Acogida. La feliz paradoja del cristianismo
El testimonio de Gloria Arnau y Jordi Cabanas, de Familias para la Acogida, durante el Encuentro Mundial de las Familias celebrado en RomaBuenos días, somos Jordi Cabanes y Glòria Arnau y pertenecemos a la rama española de la asociación Familias para la Acogida, una experiencia nacida de la mano de Luigi Giussani hace 40 años.
Lo primero que queremos testimoniar es que somos una familia acogedora porque antes hemos sido acogidos nosotros mismos, con un solo mérito, que no es poco: ser intermediarios del Amor que hemos recibido. Y como profesor de historia que soy lo describiré cronológicamente.
El amor de Dios que nos pensó antes de todos los tiempos y nos creó en el momento oportuno, el amor de los padres de Glòria, que se abrieron a la vida y la cuidaron con todo el amor posible, de mi madre biológica que me quiso tanto que renunció a mí para que me cuidaran mejor de lo que ella podía, de mis padres que me adoptaron de un modo que me ha impedido siempre distinguir entre padres biológicos y adoptivos, que para mí son lo mismo. Hay un refrán español que dice algo así como que “el roce hace el cariño”; desde mi punto de vista de feliz y orgulloso hijo adoptado solo el roce hace el cariño, no hay sangre más poderosa que el amor.
El amor de la Iglesia, que nos acogió en su seno cuando nos convertimos, aún jóvenes pero ya adultos, y nos permitió, con unos amigos, empezar una experiencia de comunidad y de comunión en la Masía que aún dura, 20 años después. El amor del encuentro posterior con el carisma de Comunión y Liberación que ha dado a nuestra compañía una Compañía más grande y nos ha permitido afrontar sin miedo la construcción de la Iglesia, cada uno en el rincón que le ha tocado y en la medida que podemos. Yo como profesor y ahora director de un colegio, y Glòria como médico y ahora directora del Centro de Salud de nuestro pueblo.
El amor también que recibimos de nuestros hijos Agnès de 21 años, Cinta de 19, Irene de 18, Luli de 16, Mar de 14, Ramon de 13, Xylyn de 6 y Mark Xian de 5.
Desde el momento de nuestra conversión –todo cristiano, aunque se haya criado como tal necesita su propio y personal encuentro con Cristo– nos encontramos con una duda: ¿cómo viven los cristianos?, ¿y cómo educan a sus hijos? No teníamos mucha idea, pero sí una intuición: juntos. Por eso, con Ferran y Tere, unos amigos también conversos, decidimos alquilar una masía en el campo donde pasar juntos el tiempo de vacaciones. Desde el principio abrimos nuestras comidas a los amigos y con el tiempo algunos de estos amigos se iban quedando, entre todos tenemos 32 hijos, entre biológicos y acogidos. Poco a poco condicionamos la casa para poder pasar los veranos juntos y tuvimos que arreglar el antiguo granero como comedor para caber todos los que iban viniendo…
Vivíamos una auténtica experiencia cristiana, y muchas de nuestras intuiciones eran correctas (otras no) pero percibíamos que nos faltaba algo. Éramos como un lago interior, tranquilo, lleno de paz pero que necesitaba abrirse al resto de los océanos. Esta apertura nos llegó, como un auténtico huracán, cuando conocimos Comunión y Liberación, por fin alguien ponía nombre y sistema a aquello que, de algún modo, ya experimentábamos intuitivamente. Tanto en nuestra vida profesional –la mayoría nos dedicamos a la educación o a la sanidad– como en nuestro modo de vivir la cotidianeidad.
Descubrimos que la hospitalidad que ya practicábamos en la Masía tenía valor propiamente sacramental. Cristo, cumpliendo con su promesa, realmente se hace presente cuando nos reunimos en su nombre y nos vivifica a nosotros y a los que vienen, a menudo, buscando una respuesta. Y la verdad es que se nos ha disparado un poco. Cuando nos reunimos allí es difícil que seamos menos de 50 personas en cada comida y en cada cena (nuestro record es de 160).
Y estamos seguros de que es Cristo por los pequeños milagros cotidianos que presenciamos. Una vez, una de nuestras hijas lo expresó con mucha claridad: «Nunca he dudado de la existencia de Dios por la experiencia que veo vivir a mis padres. Yo los conozco bien, son un auténtico desastre, la única explicación razonable a lo que sucede aquí es que sea cosa de Cristo».
Si alguien quiere conocer más nuestra experiencia le recomendamos el libro El Abrazo. Hacia una cultura del encuentro de Mikel Azurmendi. Un antropólogo vasco agnóstico que se acercó a observar la experiencia cristiana de la Fraternidad de Comunión y Liberación con curiosidad etnográfica y acabó convirtiéndose él mismo a los 75 años. El libro es el registro de su experiencia, incluida la Masía. Como es habitual en esta maravillosa realidad que es la Iglesia, su conversión entre nosotros se convirtió en un acicate para nuestra propia conversión. Discípulo convertido en maestro que nos precedió, hace casi un año, en el camino del Cielo. La edición original es en español, pero hay una traducción reciente en italiano.
Pero la experiencia de la Masía no tendría el mismo valor si se hubiese limitado a un solo espacio y unos días al año. Lo más impresionante para nosotros es que nos ha contaminado toda la vida, de lunes a domingo. Dios paga siempre el ciento por uno, de eso no hay duda, pero lo que suele suceder es que te paga en una moneda que no te esperas y el mérito humano, en cierto modo, es ser capaz de comprender el valor del cambio.
Al descubrir la experiencia de nuestros amigos de La Cometa en Como, decidimos dar un paso adelante en nuestra experiencia de comunión e implicar nuestros respectivos patrimonios en un proyecto de vida común, de lunes a domingo, de enero a diciembre. Queríamos vivir la experiencia de la Masía cada día. Diseñamos una audaz, pero en ese momento factible, operación financiera para comprar y remodelar un terreno con una vieja casa en el corazón de Cataluña. Ya teníamos los primeros pasos dados cuando llegó la crisis de 2008, el precio de nuestras viviendas se desplomó y el proyecto se truncó. No me preguntéis cuánto dinero perdimos –estamos perdiendo, porque aún no hemos podido vender el terreno– pero lo milagroso es que, a pesar del fracaso, nuestra comunión no solo no se debilitó, sino que se ha fortalecido.
Un par de años después el obispo de Vic, que conocía nuestra vocación educativa, nos pidió que nos encargáramos de la gestión pedagógica de dos colegios diocesanos que corrían el riesgo de cerrar y él quería mantener para la evangelización.
Decidimos aceptar el desafío y toda la comunidad nos fuimos a vivir a un pequeño pueblo de la Cataluña central en un régimen de semicomunidad. Cada uno vive en su casa, pero compartimos todo lo que podemos. La mayoría trabaja en los colegios, otros seguimos en nuestros trabajos en Barcelona, a 80 km de nuestras casas. Gloria trabaja como directora del Centro de Salud del pueblo viviendo la medicina como una vocación integral. Es horrible ir a comprar con ella al supermercado porque la conoce todo el mundo…
Desde hace 15 años hemos ido participando de los encuentros y reuniones de la asociación Familias para la Acogida, en Italia y en España, seducidos por tantos testimonios que ponían delante de nosotros la belleza de la acogida. En esos amigos hemos encontrado hermanos mayores a quien seguir en esa fascinación, llevándonos a responsabilizarnos de los encuentros y testimonios, así como de los avisos de necesidad en Cataluña, para ser altavoz del bien que es una familia abierta para sí misma y para el mundo entero.
Desde que vivimos en nuestro pueblo, ahora se cumplen 10 años, en nuestra casa siempre ha habido alguien viviendo con nosotros, a veces más de uno. Primero los invitábamos los padres, pero desde que nuestros hijos han crecido, nunca sé cuántos ni quiénes van a cenar o a dormir en mi casa. Pacientes de Gloria, alumnos míos, compañeros de mis hijos, padres de alumnos… Y desde hace cuatro años dos incorporaciones permanentes nuestra familia, Xylyn y Mark, dos hermanos preciosos que prontos adoptaremos, si Dios quiere. Me impresionó ver que todos mis hijos les consideraron hermanos de pleno derecho desde el primer día, hasta para pelearse…
Todo esto configura un torbellino de vida y apertura que, reconozco, da un poco de vértigo. Contrariamente a lo que puede parecer, no es ni un esfuerzo, propiamente, ni un mérito. Vivimos en la feliz paradoja del cristianismo: no es nuestra fortaleza la que acoge sino nuestra debilidad que, entregándose, se vivifica. Menos por menos da más si está Cristo presente.
No quisiéramos, sin embargo, dar una imagen errónea, ingenua. Como dice el Evangelio, su yugo es suave y su carga ligera porque nos sostiene mientras la sostenemos, pero eso no ahorra ni el dolor ni el cansancio.
En el camino cristiano que llevamos haciendo como individuos, como familia y como comunidad podemos constatar que estamos cada vez más ocupados, cada vez más cansados y, sin embargo, cada vez más satisfechos… ¡otra paradoja del cristianismo!
Y no porque nuestras obras tengan éxito, hay unas que sí, otras que no… No todas las acogidas acaban bien, no todos los alumnos se dejan educar, no todos los pacientes se curan, los colegios están siempre a punto de cerrar, nuestras economías siempre a punto de quebrar…
Pero lo cierto es que ni hemos quebrado ni los colegios han cerrado, todavía, y que siempre acabamos viendo el sol tras las nubes. De hecho, con los años, nos hemos dado cuenta de que la precariedad es nuestro medio natural: un enfermo terminal con salud de hierro, hasta el Destino final… Lo que en el fondo parece muy lógico puesto que “precario” deriva de la misma palabra que “rezar”, ¿y acaso la oración no es el estado natural del cristiano?