La memoria de un camino

Con una hija enferma, el miedo enseguida se convirtió en agobio. La carta de Julián entró como un soplo de aire fresco, dando paso de una postura defensiva a otra de confianza. Porque «la batalla no es contra el virus, la batalla es de la fe»

Estos días están siendo sobre todo una ocasión para verificar que la consistencia de mi vida no está en lo que hago, sino en un amor. Y también me doy cuenta de cuánto necesito seguir el camino que nos propone el movimiento.

Una semana antes de que el confinamiento fuese obligatorio, yo estaba preocupada por la posibilidad de que el virus alcanzase a mi hija María, que además acababa de salir de una de sus habituales infecciones respiratorias. En tensión por aplicar correctamente las recomendaciones de higiene y desinfección, con la difícil tarea de conseguir mascarillas y geles, y minimizando nuestras ya de por sí escasas salidas de casa. Con las noticias que iban llegando de Italia, pensando en la situación actual de mi hija, la imagen de las consecuencias que podía tener para ella un eventual contagio me empujaba hacia un torbellino de agobio. Entonces recibí la carta de Julián Carrón con expectación, dándome cuenta de que lo estaba necesitando de verdad.

El agobio y mi necesidad fueron ocasión de poner en marcha el recorrido de la razón a que se refería Julián y desenmascarar que, en realidad, dentro de la situación inédita que vivíamos como sociedad, la cuestión a la que nos enfrentábamos era la misma a la que nos habíamos enfrentado un montón de veces: el miedo ante la enfermedad, el sufrimiento y la muerte, el miedo ante un futuro que aún no existe. Aunque el alcance de la pandemia era global, en realidad el recorrido personal que la situación me reclamaba a mí era el mismo que ya he tenido que hacer tantas veces. ¡Cuántas situaciones límite vividas en el hospital estos años, o esta última etapa en que la habitación de mi hija es ya casi un hospital, o recordar que el origen de toda su lesión fue un virus que me afectó en el embarazo…! Esta amenaza del coronavirus, entonces, requiere de mí el mismo camino que ya he recorrido otras veces. Si en todas estas ocasiones yo había podido ver la victoria de Cristo, ¿por qué ahora iba a ser distinto? Este juicio de la memoria, sostenido por el ejemplo de la multiplicación de los panes que menciona Julián en la carta, me permitió pasar de una posición defensiva ante un eventual contagio a una posición de confianza que se reflejaba en seguir con los cuidados habituales en el presente: la batalla no es contra el virus, la batalla es de la fe. Caer en la cuenta de esto ya me relajó bastante a la hora de afrontar las medidas de precaución e higiene en casa sin estar determinada por ellas.

A los pocos días empecé a tener síntomas leves. Una noche me desperté con fiebre y me acordé de Samuel. Pensé: «Señor, ¿me has llamado?». De golpe, procedía estar unas semanas separada de todos, sobre todo de María. Pero no cambiaba nada, pensé, porque mi consistencia no está en lo que hago, ni aun cuando lo que hago sea algo tan necesario y bello como lo es para mí dedicarme al cuidado de mi hija. Mi consistencia está en que yo soy hecha y amada en este instante. Así que, si el Amado quiere ahora llevarme dos semanas a una habitación y quitarme todos los quehaceres, yo obedezco, pues seguro que tendrá preparado algo grande para mí.

Han sido unos días de Cuaresma especial, unos días privilegiados para abrir la vida a Dios, para permitirle actuar en el silencio. En cuanto a María, me daba cuenta de que era ocasión para abandonarla al Misterio en manos de mi marido y de mis hijos. Este paso, que para mí implicaba un desgarro, era capaz de darlo con agilidad porque tenía la certeza de estar obedeciendo.

Me ha acompañado mucho la Escuela de comunidad cuando decía que lo que yo soy no coincide con lo que siento o pienso de mí, sino con lo que piensa y quiere de mí Jesús. Esos días suplicaba esta mirada y me reconocía amada por Él en múltiples detalles: desde abrir los ojos y caer en la cuenta de que un día nuevo comienza, en el que las cosas están ahí, ese árbol que se ve desde mi ventana, los pájaros, las nubes y el cielo que van cambiando de color, las paredes de la habitación, yo misma; la fidelidad de mi marido que me traía la comida en una bandeja, sin dar por descontado que tenemos comida cada día; la disponibilidad de mis hijos para ayudar con su hermana, haciéndola disfrutar con sus poco delicadas maniobras según me cuentan, una amiga que me trajo una mascarilla de las buenas… Días para pensar en todas las personas que el Señor ha puesto en mi camino y desear mirar a cada una con verdadera veneración, porque son el signo que me permite llegar al Ser. Uno que me ama antes de mi respuesta.

En cuanto al miedo por el posible contagio de mi hija una vez que el virus ya parece estar dentro de casa, se ve derrotado cuando vuelvo a dejar que su Presencia prevalezca. Así, esas dos semanas transcurrieron con bastante tranquilidad y apertura, para crecer en la intimidad con Jesús, deseando que la situación general que atravesamos me toque profundamente y mendigando mi conversión.

Salí de la habitación hace unos días y me daba cuenta de que todo me resulta muy normal, que yo soy realmente la misma. Es decir, que esté en un sitio o en otro, esté en la cama con fiebre o me vuelva a ocupar de María, sé quién es ella, sé a Quién se lo hago y sé Quién es mi consistencia. «Ya vivamos, ya muramos, del Señor somos».
Mª José, Madrid