¿Por qué he elegido ser médico?

Ante el colapso en el hospital, pacientes que iban bien empiezan a morir. María ve que no está hecha para trabajar así, en la trinchera. Entre sus llantos empieza a abrirse paso una compañía esencial que le devuelve la pregunta de un modo nuevo

Hace mes y medio, pensaba realmente que el coronavirus era una simple gripe. Cuando empezaron a llegar los primeros enfermos con radiografías de tórax espantosas lo primero que surgió en mí fue un desconcierto brutal, una inestabilidad exagerada. Nos empezamos a enfrentar a una enfermedad que no habíamos estudiado y que no teníamos ni idea de cómo afrontar (de hecho, casi que hemos ido cambiando a diario la manera de tratarla). Una frustración tremenda ante tantos y tantos enfermos a los que nos daba la sensación de no estar ayudando. Al mismo tiempo, el número de pacientes en el hospital nos sobrepasaba por completo.

Durante este último tiempo, además, la enfermedad ha golpeado a mi familia con el fallecimiento de mi abuela, afectando el virus también a mis tíos y a mi padre. Tantas veces decimos que somos mortales, pero madre mía cómo cambia la cosa cuando se hace carne que realmente no lo somos, que la vida acaba. Qué sufrimiento pasar por la muerte y el miedo por los seres queridos. He vivido momentos de pánico total por lo que le podía pasar a mi familia, y más viendo las cosas que pasaban en el hospital.

He experimentado la distancia, la soledad de los enfermos. Los he visto fallecer solos en sus habitaciones mientras las familias lloraban por teléfono al informarles de que la cosa no iba bien, o que de repente rompan a llorar y te cuenten que la mitad de la familia está gravemente enferma. He pasado de hacer una medicina del siglo XXI a hacer una medicina de guerra, de trincheras. Pacientes que en una situación “normal” no morían, ahora mueren.

Esto ha sido para mí vivir intensamente la realidad. Una realidad ante la que mi razón se impacienta y se rebela, como dice la carta de Julián Carrón. Yo no estoy hecha para la muerte, no estoy hecha para la distancia con los pacientes, no estoy hecha para la soledad, no estoy hecha para hacer una medicina de guerra en la que apenas luchamos por mantener con vida como podemos a los que tienen más posibilidad de subsistir. Ante todo esto me he encontrado con el pánico, llorando desconsoladamente o paralizada completamente en mi despacho del hospital.

Ha habido múltiples cosas que me han rescatado de la nada y me siguen rescatando, y todas ellas me hacen caer en la cuenta de que en la barca está de timonero el Señor.

En el vídeo de Medicina y Persona, el médico que habla dice que él trabaja por la salud, pero que la salud solamente es un medio, que el verdadero fin de la vida es conocer a Otro. Esto me ha hecho poner todo patas arriba, porque ha roto de nuevo mi medida mezquina y me ha hecho volver a caminar.

Además, hace unos días, mi hermana, mientras yo le ponía delante todas mis preguntas incidiendo en que no sabía cómo el Señor iba a sacar algo bueno de todo esto, se paró y, muy seria y segura, me dijo: «María, el Señor ya ha pasado por la muerte, fue crucificado y ha resucitado por todos nosotros». Me dejó completamente en silencio, y de hecho me ha acompañado durante todos estos días. En medio de todos mis pensamientos, esto no había sido el punto de partida en ningún momento. Qué cambio iniciar el día en relación con Aquel que ya ha atravesado y vencido el dolor...

En este tiempo se ha hecho más esencial que nunca la compañía. La he entendido más que nunca; ante este reto no me valen simples palabras. Compañía en este momento han sido ciertos rostros –mi marido, mis amigos, mi familia…– que se me venían a la cabeza y que mirándolos no podía negar que Él me quiere y mucho. Una de las veces que venía de trabajar llorando como una magdalena le decía a mi marido que no quería que se murieran mis pacientes, que estaba cansada, que no podía más con tanto dolor; y él, mirándome, al cabo de un rato de silencio estando delante del dolor, de lo que le contaba, murmuraba que él también se moriría algún día, que era un milagro que nos hubiéramos casado y que eso sin que Cristo hubiera resucitado habría sido completamente imposible. Esos ojos de cielo me sostenían, me sostienen, en pleno vuelo.

Esto me ha permitido también ser compañía para otros médicos del trabajo. Empezamos a ver pacientes con enfermedades que hace un mes se habrían curado y estarían felices con sus familias y ahora con la falta de medios que está provocando el coronavirus se nos están muriendo. Una de mis compañeras me decía que era una pringada, que vaya profesión de mierda que habíamos elegido... Y yo, parándome, le volvía a lanzar la pregunta real, real, de por qué había elegido ser médico. En seguida me respondió que para ayudar a los demás y lo que antes era un peso seguía siendo pesado pero con un sentido.

Podría contar millones de cosas de estos días... Pero sobre todo os pido que recéis por mí y por mis compañeros.
Más necesitada que nunca.
María, Madrid