Una cruz y un almendro

«Su muerte nos pesaba mucho, pero él decía que la pérdida es como la de “un gorrioncillo muerto” que “pesa lo que un ángel en la mano” y a la vez es “como una montaña inmensa, en el ánima”». En memoria de José Jiménez Lozano
Guadalupe Arbona

José Jiménez Lozano nació el 13 de mayo de 1930 en Langa, Ávila, y murió el pasado lunes 9 de marzo de 2020 en Alcazarén, Valladolid. Durante muchos años ejerció como periodista y trabajó como redactor, subdirector y director del periódico El Norte de Castilla. Su obra literaria es extensa: veintisiete novelas, doce libros de cuentos, nueve poemarios, siete diarios, así como numerosos ensayos. Ha recibido el Premio Castilla y León de las Letras (1988), el Premio de la Crítica (1989), el Premio Nacional de las Letras Españolas y la medalla al mérito en las Bellas Artes (1999), el Premio Cervantes (2002) y la cruz 'Pro Ecclesia et Pontifice' (2017) entre otros reconocimientos.
Su obra está escrita en un castellano transparente que ofrece las historias de las gentes a través sus sentires y pensares. Hombre de humor, pasó toda su vida en conversación con los sabios de todos los tiempos y latitudes (Cervantes, los relatos bíblicos, Santa Teresa, fray Luis, Emily Dickinson, Kierkegaard, Péguy, Flannery O’Connor, Pascal, etc). Escribió para que quedase huella de los pobres y menesterosos, esos que ocupan los márgenes de la historia. Su palabra quería dejar memoria de sus vidas. Su amor por lo otro es la génesis misma de su escritura: una continua conversación consigo mismo, con los otros, con las cosas en torno y con lo Otro. Se definió a sí mismo como un converso, había recuperado la fe de sus padres de una manera existencial y dramática (en diálogo con el ateísmo europeo y los hombres de fe franceses), de ahí nacía su certeza de ser amado por un Padre, el Dios que hace todas las cosas. Tenía una alegría contagiosa, una capacidad de abrazo a todos, una razonabilidad y capacidad crítica incansables, se sentía hijo de la Iglesia a la que decía amar como a las niñas de sus ojos. Nos deja un legado inmenso para nosotros y las generaciones venideras (www.jimenezlozano.com).


El lunes moría José Jiménez Lozano. En el tanatorio de Mojados, al filo de la carretera entre Madrid y Valladolid, reposaban sus restos en un ataúd sin adornos. Solo una cruz sencilla, dos maderos cruzados con brazos desiguales y austeros, decía del que vivió y escribió. Y fuera, a pocos metros de la capilla ardiente, un almendro, obstinado, se empeñaba en florecer porque bastan algunos días apacibles para que el almendro se vista de encaje y de blancor. Y entonces la memoria de sus palabras llegaron a la nuestra. Las recibimos algo empañadas por las lágrimas, y a la vez descubriendo, de nuevo, lo decidoras que eran de lo sencillo y lo radical de las conversaciones de José con la hermosura y la melancolía. ¿O no es así cuando se releen estas palabras?

«Los hombres, porque lo somos sencillamente, parece que estamos abocados un día u otro a sorprendernos de la hermosura del mundo, a menos que a la especie le vayan tan mal las cosas como para que pierda el gusto por la vida, porque si no es así siempre será obstinada como los almendros. Porque también somos igualmente frágiles nosotros, flor de un día, y alguna admiración y respeto nos debemos antes de que anochezca para todos, y hiele».

En el espacio que mediaba entre la cruz y el almendro, nos movíamos, tristes y desorientados, algunos de nosotros porque su muerte nos pesaba mucho, nos dolía en el alma. Pero ya antes de que volviésemos a nuestras pesadeces, él se nos había adelantado y nos andaba diciendo que la pérdida es como la de «un gorrioncillo muerto» que «pesa lo que un ángel en la mano» y a la vez es «como una montaña inmensa, en el ánima». En el cementerio de Alcazarén el 9 de marzo de 2020 nos despedimos de él, en un atardecer de pinos acariciados por el sol, y nuestras lágrimas contenidas esperan que nos revele su secreto: la de pesar lo que un ángel en la mano.