La vida como vocación
Testimonio de Carmina Salgado en unas vacaciones de Garós (Lérida), el 4 de agosto de 2014Estoy encantada de estar con vosotros, aunque si tengo que decir la verdad, preferiría no tener que estar en esta mesa. Los que me conocéis sabéis que no me entusiasma hablar en público. A mí me gusta el diálogo cercano, la conversación, escuchar y responder y así ir procediendo en el camino. Pero dicen los que saben de esto que hacerlo es una caridad con todos, y así lo acepto.
En contrapartida, os pido que tengáis conmigo la caridad de perdonarme que lea lo que he escrito. No he tenido materialmente tiempo de ponerme a escribir. Se me han pasado por la cabeza multitud de cosas que decir, pero deslabazadas, sin orden. Esta mañana he intentado poner negro sobre blanco algunas cosas para no morirme de vergüenza delante de vosotros.
Siento rubor al tener que hablar de esto a tantos de vosotros, matrimonios que habréis sido probados mucho más que yo, que nosotros, que seréis con seguridad mucho mejores esposos que nosotros, pero así son las cosas: hoy me ha tocado a mí y lo tengo que hacer. Perdonad mi atrevimiento.
Me han pedido que hable de la vida como vocación, como llamada, a ser posible, referida al matrimonio.
También me han pedido que ponga ejemplos de lo que vaya contando, pero yo soy muy mala para eso de los ejemplos, así que no escucharéis muchos. En cambio, sí tengo facilidad para recordar con claridad momentos que han sido decisivos en mi trayectoria personal, circunstancias que han construido mi persona y mi historia. Esos momentos a los que me refiero son momentos de claridad existencial, podríamos decir, momentos en los que se me ha hecho evidente a la conciencia algún aspecto de mi vida que, normalmente, ha coincidido con un paso nuevo y que me han modelado la conciencia de lo que soy y a lo que he sido llamada. Por tanto, os voy a hablar fundamentalmente de algunas pocas cosas que he aprendido en mis 65 años de vida y los más de 43 años de matrimonio.
No puedo referirme a la vocación al matrimonio si no es situándola dentro de la gran vocación que es la vocación al ser (perdonad, pero no se decirlo de otra manera). Me refiero a la tensión a ser yo misma, a realizarme, a tomarme en serio mi humanidad, a encontrar la respuesta a la búsqueda de quién soy y cuál es mi destino, a qué estoy llamada yo, Carmina, todos los días, en mi vida normal y corriente.
Pero ¿qué es la vocación? La vocación es una llamada: alguien te llama a ti para algo y ese algo coincide con una promesa de realización, de plenitud, de alegría, de sentido... Cuando uno percibe esa llamada a través de las circunstancias y las cosas concretas que le toca vivir, es decisiva la posición que uno tome: puede dejar pasar la provocación e incluso aceptarlo de buena gana pero sin comprometerse con ella, o aceptarla con sencillez y decir «sí, quiero». Es como la parábola de la semilla que cae en distintos tipos de suelo y da o no fruto según el suelo que la haya recibido.
Me explico. Todas las formas en que se concreta nuestro día a día, las modulaciones del temperamento de cada cual, las personas que conocemos a lo largo de nuestros días, el trabajo que realizamos, todo, seamos más o menos conscientes de ello, desvelan su verdadero significado cuando uno las acoge y las verifica en su propia vida. Con el paso del tiempo, si uno no es escéptico y no ha tirado la toalla de la búsqueda, se va comprendiendo todo, poco a poco: por qué y para qué hemos nacido, el sentido del sufrimiento, de las esperanzas, de los deseos del corazón, de la utilidad de la vida. Se va entendiendo lo importante.
Y digo esto porque, ahora, a mis 65 años, soy consciente –entonces no lo era, por supuesto– de que las preguntas que empezaron a aflorarme a mis 13-14 años mirando el cielo de Castilla tumbada en la hierba fresca de una alameda, preguntas sobre el sentido que tiene todo, el deseo verdadero de que mi vida tuviese un horizonte grande, de ser útil, de entregarme, de no perder nada de lo que se me da, han sido como el eje de toda mi búsqueda, no han dejado de acompañarme desde entonces y hoy puedo decir que el deseo verdadero del corazón (de mi corazón de 14 años) se cumple, de maneras insospechadas, pero se cumple. Yo me recuerdo como una chavalita que no quería encerrarse en las cuatro paredes de su vida cotidiana, deseosa de una vida grande, con sentido, de conocer y comprender el mundo, de no perderme nada... Y a esa chavalita la quiero profundamente porque es el primer regalo de Dios del que he sido consciente en mi vida. El deseo de que mi vida se cumpla permanece, con otra forma, pero con la misma intensidad. Intuitivamente nada de eso me parecía una tomadura de pelo porque no tenía duda que Dios me había hecho así y que me cuidaría siempre, como así ha sido.
Aquí hago un inciso que me parece importante para comprender qué es eso de que la vida es respuesta a una llamada y que, por tanto, tiene un origen y una finalidad. Los momentos de claridad existencial a los que me refería al principio, que para mí comenzaron a los 13-14 años, son momentos en los que percibo que piden de mí una adhesión especial, que reclaman una vinculación que es como una semilla que bien abonada dará fruto a su tiempo. Un tipo de vínculo del que, si has dicho sí, ya no cabe volverse atrás porque forma parte de mí, me ha atrapado y me he dejado atrapar, me constituye. Es un vínculo de una naturaleza distinta a otros vínculos porque arrastra todo tu yo con seguridad, esperanza y alegría. Un vínculo que en realidad es un sí a lo que en principio puede aparecer como una tenue insinuación pero que se repite y se repite hasta que te obliga existencialmente a tomar posición ante él. Si lo acoges como tuyo, si le das tu sí, es para siempre. Y eso pasa con las personas: se nos dan para siempre, forman parte de nuestra vida para siempre.
Esta experiencia se dio y se sigue dando en mi relación con mi marido. Conocí a José Miguel a los 19 años. Ese atisbo de que mi corazón deseaba todo que experimenté a los 13-14 años me hizo moverme desde entonces en un camino de búsqueda para encontrar un lugar donde pudiera crecer. Busqué al capellán del instituto Lope de Vega donde estudiaba y me dijo que me pusiese en contacto con la JEC, y así lo hice. Fueron cinco años de actividad desenfrenada, trabajando y estudiando, con muchos errores, pero no inútiles. En plena revolución del 68 la JEC era un hervidero de ideología, fundamentalmente de izquierdas. Pero un día se presentaron dos chicos y nos propusieron hacer un campo de trabajo en verano con gente de la HOAC, trabajadores cristianos adultos. Uno de esos chicos era José Miguel. Yo me adherí a la propuesta de inmediato.
Con él tuve la experiencia del vínculo del que hablaba antes. Al poco de aparecer en mi vida, en una relación de amistad con muchos otros, me imantó por completo. Él era un tipo interesante, apasionado por lo que hacía y creía, gran cabeza y solicitadísimo por todas las chicas del lugar. A mí me interesaba su compañía, su persona, pero nunca pensé que la cosa fuese a prosperar.
Os cuento esto no por chismorreo, sino porque en esta etapa aprendí algo nuevo que me acompaña todavía: que las cosas importantes de la vida no se te dan porque te empeñes, porque te esfuerces para conseguirlas, sino que son un don de Dios y Él las da en el tiempo y en la forma adecuadas.
Yo estaba cierta de que con ese hombre podía ir al fin de mundo, dispuesta a afrontar alegrías y penas sin perder el norte; con él no me daba miedo nada. Lo tenía claro en mi interior, pero no di ni un paso para conquistarle (bueno, a lo mejor alguno, pero nada comparado con lo que podría haber hecho). Cuando ambos nos pusimos “a tiro” la cosa estaba clarísima: en tres meses nos casábamos. Lo importante no es casarse antes o después, sino la experiencia de sentirse vinculada con el otro para siempre porque Otro os ha puesto juntos.
Yo creo que fue esta experiencia lo que nos permitió vivir nuestro matrimonio desde el principio con una unidad que me atrevería a calificar de “indestructible”. El espectáculo de la unidad no es obra de los hombres, es obra de Dios. Él nos puso juntos, nos llamó a compartir la vida juntos y con Él, y nosotros dijimos sí. Es ese Otro, Dios, quien sostiene y cuida lo que nosotros somos incapaces de hacer por nosotros mismos. Si esa experiencia del “para siempre” existe en el principio, uno puede hacer memoria de ella cuando llegan las dificultades entre los dos –que llegan, sin dudar, y a veces excesivamente duras– y volver a amar lo que se nos ha dado y se nos da. Y volver a partir sin perder la dramaticidad de la vida de la que se hablaba esta mañana.
Otro elemento que me gustaría resaltar es que nosotros nos conocimos en medio de un pueblo, de gente adulta estupenda de la que aprendimos mucho, mucho, aunque algunas cosas eran erradas. Siendo jovencitos aprendimos por ósmosis la humanidad grande de muchos hombres y mujeres que entregando su vida por comunicar a Cristo eran felices y valientes, grandes, humanamente muy atractivos. Desde el principio estuvimos abiertos a albergar a otros en nuestras vidas, no solo en nuestra casa. Muchos de ellos han sido verdaderos ángeles, como los que visitaron a Abrahán sin él saberlo. El ángel más importante que ha llegado a nuestras vidas ha sido don Giussani. La mayoría ya sabéis la historia. José Miguel se adhirió de inmediato. Yo estaba muy herida por la historia de amistad de nuestra etapa anterior (que no me puedo detener en contaros) y no estaba en condiciones psicológicas de empezar de nuevo. El respeto absoluto de José Miguel a mis tiempos, a mi camino (y también el mío al suyo) permitió que, con el tiempo, yo pudiera ir comprendiendo el valor para mi vida y para la vida de mi familia y del mundo de este hombre sin par. Gracias a él y a todos los amigos que le han seguido, que le hemos seguido juntos, todo lo que hasta ahora he comentado se ha hecho carne de mi carne. Y por eso hoy soy una mujer feliz. Sigo en la huella de lo que supuso el encuentro con don Gius y creo que no podría vivir sin pertenecer al lugar que custodia, educa e ilumina mi exigencia humana elemental, el movimiento de CL.
Por ultimo: capítulo importantísimo de la vida de un matrimonio son los hijos. Nosotros tenemos dos y todo lo que a partir de ellos se ha generado: dos hijas, si me lo permiten sus padres, y ocho nietos, uno de ellos en camino. Con todos ellos –que son un regalo absolutamente inmerecido– he aprendido lo que Giussani nos explica cuando habla de la naturaleza del ser de Dios. La naturaleza de Dios, su ser íntimo, es don gratuito de sí para que el otro pueda llegar ser lo que está llamado a ser.
Con el nacimiento y la vida de mis hijos he aprendido a conocer lo que eso quiere decir: que tú existes como madre para posibilitar que tu hijo exista como hijo. Y para que eso se dé, uno tiene que darse por completo, entregar literalmente la vida para hacer posible que el otro sea.
Pero la relación madre-hijo (ahora hablo como madre porque es evidente que no puedo hablar como padre), que por una parte abre el corazón de uno de par en par, por otro corre muchos peligros que pueden dar al traste con el crecimiento adecuado del hijo, sobre todo. Porque las madres tendemos al sentimentalismo y a ser gallinas cluecas con ellos: los queremos debajo de nuestras alas porque el mundo está lleno de peligros que les pueden herir profundamente –y eso es verdad– y tendemos a chantajearles porque les hemos entregado lo mejor de nosotras –y eso también es verdad– e, inconscientemente la mayoría de las veces, pasamos factura y les pedimos cosas que ellos no pueden ni deben dar.
Para mí hay dos factores importantes en la educación de los hijos que debemos mirar con especial cuidado, desde los pequeños a los adolescentes, los más difíciles y los más provocadores a un tiempo:
1.- La educación de su razón como apertura a la totalidad de lo real. Que no tengan miedo a lo nuevo, que se sientan acompañados cuando se adentren en la vida (y lo hacen desde que son pequeñajos), enseñarles a mirar lejos, no a su propio ombligo. Para que ese recorrido lo puedan hacer sin grandes riesgos es necesario que sepan, incluso físicamente, que estáis ahí, incondicionalmente. Pero más necesario aún es que esa apertura la vean en nosotros, la vivan en vosotros: que su vida es grande, que está llamada a la felicidad y que Dios es el mejor aliado.
2.- La libertad. No tener miedo a su libertad para elegir, para moverse, siempre que vayan aprendiendo con vosotros el criterio para saber elegir lo que les conviene. Por ellos solos nunca lo aprenderán, los tenemos que acompañar. Acompañarlos en el riesgo, pero el riesgo lo corren ellos.
Habréis caído en la cuenta de que no he hablado de los problemas, de los límites, de las dificultades de la vida matrimonial. Pero la verdad es que no es lo más interesante. Que el límite existe en mí y en el otro es un hecho, es estructural. Por tanto hay que darle el espacio justo, no más. Hay que saber que está y pedir perdón de corazón. Solo Dios lo redime. Mi preocupación mayor no es si lo he hecho y lo hago bien o no. Pido a Dios tener siempre a mi lado a personas que pueda mirar con ellas y reconocer la belleza de la vida que Dios nos ha dado.