Un sí más fuerte que el dolor
La invitación a dar testimonio a un grupo de chavales de Secundaria y la “careta” de tener que dar la talla. Hasta que caes en la cuenta de que «el protagonista no eres tú, sino Otro»Me invitaron a pasar un fin de semana de convivencia con un grupo de juveniles de primero a tercero de Secundaria. Al principio, no tenía ganas de ir. No sé si era por los nervios que tenía por el testimonio que iba a dar, o porque estaba cansadísima de toda la semana. Solo sé que no me apetecía nada.
En el bus Lolo quiso sentarse a mi lado. Ni si quiera tenía ganas de hablar con él. Me puse los cascos y estuve mirando por la ventana durante todo el viaje. Al rezar juntos un Ave María, se me cayeron las lágrimas. Exploté. Mis ganas estaban consumidas por la misión tan grande que se me estaba pidiendo. Puede sonar un poco exagerado, pero dar un testimonio es algo muy importante. No consiste en contar tu vida para que los niños conozcan otras realidades, sino en contar la grandeza de Dios, en contar cómo Otro me había cambiado la vida. El protagonista del testimonio era Él, no yo. Y transmitir eso no era tan sencillo.
En el testimonio, entre otras cosas, hablaba de una careta que se podía definir como la necesidad de dar la talla. De ahí nacía mi pereza. ¡Cómo me ahogué al ver que de nuevo me encontraba con esta careta puesta! Estaba mirando esta misión de testimoniar como algo que podía estar bien o mal. Sentía que tenía que dar la talla ante todos con lo que iba a contar. Me miraba a mí misma como si fuese a decir una mentira. ¿Pero cómo voy a contar que antes tenía una necesidad tremenda de dar la talla si ahora mismo sigo teniéndola? No podía hablar de algo que aún no había conseguido superar.
No fue hasta que recé un Gloria con Berna y Nieves, cuando me di cuenta. No me inventaba nada, era una obra Suya, así que solo tenía que ponerme en manos del Señor y contar hechos concretos. Solo tenía que confiar. Esa necesidad de dar la talla se esfumó. De nuevo, mirándole, esa careta desapareció. Eso es lo que iba a testimoniar. Parecía hecho aposta. De nuevo, eso que iba a contar me seguía sucediendo. Era cierto. Fue como si me hubiese tomado una tila.
No se cómo salió el testimonio, porque los nervios de hablar en público y encontrar palabras que estuviesen a la altura de lo que me había pasado no fueron buenos acompañantes. Sin embargo, lo hice. El resto no estaba en mis manos.
Los días siguientes fueron un verdadero espectáculo. Esa pasión por la vida de la que hablaba en el testimonio seguía creciendo. No hicimos nada extraordinario. Una excursión, jugar, estudiar y ver una peli no se salían para nada de la normalidad. Sin embargo, fueron los mismos niños y el punto al que mirábamos y enseñábamos a mirar lo que lo convirtió en algo extraordinario.
Por ciertos motivos personales, iba con mucho dolor. Eso hizo que ver esta conversión de lo ordinario no fuera nada sencillo. Además, me agobiaba que los niños tras escucharme me vieran fuera de juego, placada por ese dolor. Tenía un deseo enorme de que vieran cómo Aquel del que les había hablado seguía de mi mano. Poder estar con esta pasión por la vida acompañándoles el fin de semana no dejaba de formar parte de mi testimonio. Fue muy bonito ver que mi “sí” a la salida, al testimonio y a las propuestas de cada día era mucho más fuerte que ese dolor. Más tarde me di cuenta de que, cuando me daban crédito, los chavales no se estaban fiando de mí, sino de lo que yo había encontrado. Y eso hizo que me apasionara mucho más.
Volviendo a Madrid en el bus, de nuevo quise estar sola. Quería pensar en todo lo que había sucedido en dos días. Ese dolor seguía dentro de mí, pero volvía a casa con la certeza más absoluta de que todo lo que había pasado y todo lo que había contado seguía sucediendo, y el Señor se había servido no solo de esos niños, sino también de ese dolor, para recordarme que Él lo es todo en todo, que, poniendo la mirada en Él, mi vida se cumplía de la manera más correspondida. Vuelvo entonces con esta conciencia de no apartar mi mirada del Señor en nada y deseando más que nunca la santidad para cada uno de nosotros.
Ana, Madrid