Como si fueran mi familia

Como cada 25 de diciembre desde hace varios años, un grupo de personas se reúnen para celebrar la Navidad. A pesar de que algunas ni se conocen, reina la familiaridad entre ellos…

Hablan de su vida, preocupaciones y alegrías y cantan villancicos (¡o lo intentan!) para celebrar que ha nacido el niño Dios. Pero esto para mí no fue siempre así: durante lustros viví estas fechas con cierta tristeza puesto que se volvían unas fechas de forzadas comidas familiares, llenas de una “supuesta” –pero, en el fondo, vacía– alegría, que me sabían a poco. Este dolor se acrecentó al empezar a formar parte de la Iglesia, en la cual descubrí que la Navidad sí que posee y vive un sentido y significado nuevos, aunque dichos descubrimientos no acabaron de permear en mi familia. En consecuencia, durante estas fechas seguía encontrándome fuera de lugar e insatisfecho. A raíz de este deseo, empecé a buscar a amigos con un deseo similar para celebrar juntos la Navidad, como si fueran mi familia.

Por enésimo año consecutivo, hemos celebrado la Navidad juntos en casa de una amiga que me es muy querida; casa que se ha vuelto un lugar de encuentro para aquellos que, como yo, necesitan entender la Navidad dentro de esta familia en la que se ha convertido el pueblo de Cristo. Este año, de nuevo han venido personas que no conocíamos, pero con las que rápidamente se ha hecho evidente una extraña familiaridad. Ya no soy yo o mi anfitriona invitando a amigos, sino que unos cuantos amigos han hecho esta iniciativa suya e invitan a gente con la que quieren compartir la Navidad o simplemente mostrarles una forma distinta de estar juntos. Me doy cuenta de que, por muy bonita que fuera la cena (hablamos de cómo vivíamos el Adviento, de dónde nos habíamos sorprendido reconociendo presente a Jesús o qué preguntas y experiencias habíamos hecho últimamente) o los villancicos, lo que me conmueve es lo esencial del gesto. Me encontraba con gente que solo puedo decir que son amigos míos porque Él se ha hecho niño, y se ha hecho niño trayendo una promesa imposible: que ese Dios pequeño puede responder a mi deseo, a esa promesa que me ha hecho. Delante de estos amigos y desconocidos, veía en ellos esta promesa hecha carne y, a la vez, atisbaba el inicio del cumplimiento en la familiaridad que se da con ellos. Cumplimiento en la familiaridad, sí; especialmente gracias a cuando quedé con un par de amigos, antes de Navidad: uno me ayudó a caer en la cuenta de lo que sucedía a raíz de este pequeño gesto de cenar juntos el 25 de diciembre por la noche; el otro amigo me dijo: «yo me encontré con Cristo por primera vez en una cena así». ¡Qué milagro que las cosas se hagan nuevas!
Carta firmada, Barcelona