Ahora sonrío

Después de luchar con una vida cristiana fruto siempre de un esfuerzo, termina desafiando a Dios: «o me atraes o me pierdes». Y Él no tarda en responder

Amigo, no puedo resistirme a escribirte. Es curioso, hoy en misa, entre tanto cura y seminarista me he sentido fuera de lugar: yo era la única presencia femenina en la capilla. Me ha gustado mucho que con un gesto simpático me hicieras sentarme a tu lado; esto, en mi mundo, es impensable. Con este gesto has tumbado una de las múltiples barreras ortopédicas que tengo en mi vida.

Te escribo porque, después de la conversación de esta tarde, me he dado cuenta de que, durante la Eucaristía, estaba feliz. He experimentado uno de esos momentos que me decías. Esos momentos en que no me falta nada, en que lo tengo todo, en que podría morirme y estaría completa. Feliz. Pensaba: «Jesús se habrá enamorado de mí... pero es que yo también me he enamorado de Él». Y me venían a la memoria estos últimos meses en los que me he estado ahogando un poco –bueno, en realidad bastante–, pues era algo que antes me hería: deseo a Cristo con todo mí ser, deseo estar totalmente unida a Él. Puede que diga alguna herejía, no soy teóloga. Pero le deseo con una unión total, al máximo. Le percibía realmente como Esposo de mi alma. Este deseo tan grande de ser una con Cristo, de que entre Él y yo no haya ninguna separación, de vivir «con Él, por Él y en El» de un modo literal… No sé, te pareceré algo cursi, pero hoy en misa me he descubierto enamorada de Dios. No sé expresarlo de otro modo. Creo que no hay nada que me enamore tanto como el hecho de que Alguien se haya enamorado de mí. Y Dios se ha enamorado de mí, ¿verdad?

No es que esta tarde, entre cigarros, se me hayan revelado grandes cosas. De hecho sigo siendo un nudo de preguntas. Pero ver cómo Dios nos atrae y nos enamora es para mí un espectáculo, y Cristo se vuelve cada vez más humano y más atractivo. Jamás me había imaginado que Jesús se haría tan real EN mis amigos. No deja de sorprenderme. Te lo digo yo que, entre otras muchas razones, había buscado el silencio y el aislamiento porque los demás eran un obstáculo que debía sortear en mi camino hacia a Dios, una distracción. Y ahora, ¡mírame!, no puedo vivir sin vosotros. ¡Realmente Dios se ha hecho carne! Tu amistad, así como la del sacerdote que me ha acompañado en estos meses, y ahora la nueva “escuela” que hemos empezado hace poco, tienen “algo” que hace que sea verdadera. Estas amistades me han salvado la vida. Es en relación con cada uno de vosotros que Cristo me atrae más y más: me atrae físicamente, por un atractivo brutal, hasta el punto de sorprenderme hoy enamorada.

Sin esta amistad, que para mí es de una unión y profundidad que jamás había experimentado con nadie, no hubiera podido tener paz, y no hubiera podido ser yo misma. Sin esta amistad no me hubiera sabido amada de un modo tan incondicional y concreto, no habría conocido el amor de Cristo. Cuando estoy con vosotros, contigo, me vienen a la memoria aquellas palabras de Jesús: «donde hay dos reunidos en mi nombre allí estoy yo». Jamás me había imaginado que el Maestro hablara de un modo literal.

«No es que esta tarde, entre cigarros, se me hayan revelado grandes cosas. De hecho sigo siendo un nudo de preguntas. Pero ver cómo Dios nos atrae y nos enamora es para mí un espectáculo»

Pero me he ido por las ramas: te estaba diciendo que me he descubierto enamorada de Dios… Esto me ha hecho sonreír sentada en el banco, casi ruborizada. Se me hace grande. Tú lo sabes: hace unos meses me decía a mí misma que Cristo había perdido todo su atractivo para mí, ¿recuerdas? No puedo dejar de sorprenderme al verme tan distinta. Pero, ¿sabes qué es lo mejor de todo esto? Que me ha venido regalado, como un don totalmente inesperado. ¡No me reconozco! Mejor dicho, ahora soy yo de un modo auténtico. Mírame: hace unos meses estaba rota. Dios me había decepcionado. En mi vida anterior, me acerqué a Él para tenerle, para que Él lo fuera todo en mi vida, para que llenara cada instante de mi existir. No quería una vida pequeña. Y me quedé con las manos vacías. Ya conoces la historia. Fue muy duro acabar rota. Además, no te habrá pasado por alto mi carácter: no sé ir a medias y me lanzo a la carrera dándolo todo, soy volcánica. Di todo lo que podía. Hice todo lo que se me pedía y sí podía más, más. Era la reina del moralismo, un tanque que arrasaba con todo lo que encontraba. Al principio me satisfacían mis listas de éxitos. Luego Cristo empezó a convertirse en un ser lejano, mi impotencia: debilidad y pecado diario hacían mella, me dolía el no ser perfecta porque eso me habían enseñado que me alejaba de Dios… «Mira la Cruz», me decían, «mírala. ¿No vas a entregarte más después de todo lo que Él ha hecho por ti?». Y mi corazón gritaba: «¡¡¡¡pero yo no puedo!!!! ¿Por qué tengo que machacarme a mí misma?, ¿Dios no me amó gratuitamente?», pero no era capaz de escuchar mi corazón en aquel entonces. Los escrúpulos me destrozaban por dentro: todo era pecado, es más, yo me percibía como una encarnación del pecado. Llegué a odiarme a mí misma. Todo era culpa mía –razonaba así, en bucle cerrado y asfixiante– porque no amaba lo suficiente, porque en realidad estaba demasiado apegada a mí misma, porque mentía diciendo que amaba a Dios.

Desesperada empecé a preguntar a mi alrededor, sobre todo, a un sacerdote que me dijo: «sí, es tu culpa. Todo este sufrimiento es porque eres orgullosa». Nunca había sufrido tanto. Rota salgo de mi anterior vida: nada tiene ya sentido y todo lo que tiene que ver con Dios me causa un profundo dolor. Empiezo a dudar de todo lo que me han enseñado de pequeña. Sí, vale, Dios existe, pero todo lo suyo me duele. Todo lo que había construido con tanto esfuerzo se derrumba y no tengo tierra firme bajo mis pies. Dejo de rezar porque relacionarme con Dios me hiere. Solo voy a misa. Dios estaba allí, yo lo sabía. Y comulgo gritándole a Dios: «atráeme o me pierdes». Lo repetía con fuerza. Estaba harta de que la vida cristiana fuera únicamente el resultado de un esfuerzo mío. Lo había intentado al máximo pero soy pecadora. Y a mi alrededor seguían insistiendo: «con la ayuda de Dios todo se puede, lucha, aguanta, traga, sé fuerte», «todo lo puedo en Aquel que me conforta...». Reventé.

«Con vosotros, por primera vez en toda mi vida, no me he sentido juzgada. Eso creo que fue lo que abrió mi corazón a una esperanza»

¿No te agobia el simple hecho de leer este último párrafo? Reventé. Y ahora, mírame. No dejo de sorprenderme: yo enamorada de Aquel que hace unos meses me parecía que era la causa de mi tortura. ¡¡Enamorada de Dios!! Me ha cambiado la vida, con un giro de 180 grados. Todavía me quedan muchas preguntas, muchos asuntos sin arreglar. Pero tú eres testigo de ello: ahora sonrío. Eso marca una gran diferencia. Dios me ha seducido de un modo maravilloso, me ha reconquistado. Además –pensaba– lo ha hecho de un modo que yo jamás me hubiera podido imaginar. Y yo que pensaba que Él me había fallado… ¡¡se ha superado de un modo tan brutal!! Reboso de agradecimiento.

Me has preguntado cómo ha sido esto. No lo sé, solo puedo contarte lo que he vivido. No sé si he conseguido expresar un poco la maravilla que llevo dentro. Con vosotros, por primera vez en toda mi vida, no me he sentido juzgada. Eso creo que fue lo que abrió mi corazón a una esperanza. Me habéis querido tal cual, y os he mirado y estudiado mucho, con miedo y sospecha. Pero la realidad se ha impuesto. Una frase del evangelio me venía a la mente al miraros: «en esto reconocerán que sois mis discípulos, si os amáis los unos a los otros». Al veros, reconocía esta realidad.

¿Y qué me pasa ahora? Que Cristo se ha vuelto palpable, a través de rostros muy concretos. Ya lo siento, tendrás que soportarme a menudo. Necesito vivir acompañada para seguir reconociendo a Aquel que me ha seducido. Tampoco me pasa por alto que el deseo de que Cristo sea y esté cada día más presente, más cotidiano y que lo llene todo crece. No sé cómo ha sucedido esto, no tengo una receta mágica. Ha sido obra suya.
Carta firmada