Aprendiendo la gratuidad

Un grupo de amigos organiza una barbacoa benéfica para ayudar a sostener Bocatas e invitar a otros a participar en la caritativa
Peter Kibiru

Hace unas semanas se celebró en Sant Cugat del Vallès (provincia de Barcelona) una barbacoa benéfica para recaudar dinero para la asociación Bocatas, una caritativa que desempeña su labor en el barrio del Raval (Barcelona). Los miembros de Bocatas se reúnen cada viernes: un pequeño grupo de jóvenes, para llevar comida y ropa a los indigentes que van encontrando por el concurrido barrio céntrico de la ciudad. Durante este último año, esta caritativa ha sobrevivido a tropezones, ha habido días en que solo había dos personas para repartir comida a cuarenta. Nos dimos cuenta de que había semanas en que si faltaba alguien, no se hacía; así que decidimos, entre los que íbamos más a menudo, que podríamos hacer una barbacoa benéfica; por un lado, para recaudar dinero y, por el otro, para invitar a nuestros amigos a que participaran de algo que para nosotros es un bien.

Durante la semana fuimos viendo cómo la gente quería participar de la propuesta. Cada vez se apuntaba más gente, hasta que nos preguntamos si era razonable decir que sí a todo el mundo o si teníamos que ponernos un límite de invitados. Un amigo de los que organizaba el evento hizo una aseveración rotunda: «si Bocatas es para todo el mundo, todos tendrán lugar». Así que teníamos que acabar de entender si el espacio que habíamos pensado en un principio era viable o no; es aquí donde empezaron a suceder cosas impresionantes. En primer lugar, la familia de la casa donde habíamos propuesto llevar a cabo la barbacoa benéfica no puso ningún impedimento para que vinieran más de 130 personas, adultos y niños. ¿Dónde se encuentra una disponibilidad así, una apertura hasta el punto de que, lejos de mostrarse distantes, se implican personalmente en la preparación? Este fue para mí el primer milagro porque la disponibilidad es algo que cuesta encontrar, una disponibilidad sin condiciones: la gratuidad.



El segundo milagro fue la compañía y familiaridad que surgió entre los que organizaban la fiesta, ya que ha sido una ocasión para conocer más, para compartir más la vida entre nosotros, y esto es siempre un regalo. ¡Uno no se embarca en una aventura con otro si no hay una promesa de que la amistad pueda profundizar! Y eso es algo que sucede los viernes por la tarde: aprendemos a compartir la vida con los otros, es decir, el ser, haciendo válido lo que dice Luigi Giussani: «compartir la vida con los demás es una exigencia propia de nuestra naturaleza». Y por último, el signo de la comunidad eclesial que, como signo, ya es un milagro en sí mismo.

A medida que la gente iba confirmando su presencia y el día de la barbacoa iba presentándose a la fiesta, pensaba que aquello no se podía lograr si no es gracias a una trama de relaciones de amistad que, a pesar de todos sus límites y pobreza, es pertinente; pertinente gracias a una compañía muy singular que, a pesar de las dificultades, pertenece a Cristo o, al menos, tiene el deseo de pertenecer a una compañía que aporte una novedad en su vida. Como dice Giussani, esto es lo que sostiene la esperanza, porque Dios mismo está con nosotros.

La barbacoa fue una fiesta que superó nuestras expectativas por todos lados pero, sobre todo, por el deseo que nació en algunos asistentes de participar en esta caritativa.