El Quijote. Historia de un gran ideal

Propuesta de lectura para el verano

Miguel de Cervantes nos sigue ofreciendo hoy una maravillosa obra que nos pone en relación directa con las «corrientes elementales del espíritu» –como nos enseñó Ortega–, con los «motivos clásicos de la humana preocupación». Pocas lecturas son tan actuales como esta. Pocas hablan tanto y tan bien de las aspiraciones más profundas del hombre de todos los tiempos. En ella encontramos a un hombre que «se desesperaba» cuando pasaban los días «sin acontecerle cosa que de contar fuese», nuestro querido Don Quijote, un «corazón intrépido» que sale de su hacienda para buscar aventuras, que se hace caballero andante porque es «la cosa de que más necesidad tenía el mundo».
Quizás pensemos en un libro que huele a polvo, que decora estanterías de casas antiguas y aparece representado en las camisetas de las tiendas folclóricas o en los llaveros de propaganda española, pero puede que, comenzando su lectura, sorprendamos entre sus páginas una belleza inesperada, un afecto sincero. Así le sucede a nuestro hidalgo cuando llega con su compañero de camino a Sierra Morena. Nos cuenta el narrador de la historia que según «entró por aquellas montañas, se le alegró el corazón, pareciéndole aquellos lugares acomodados para las aventuras que buscaba». Es la historia de un ideal, de una búsqueda constante, es la historia de un gran amor. Desde hace cuatro siglos –supone Ortega–, Cervantes «se halla sentado en los elíseos prados (…) y aguarda (…) a que le nazca un nieto capaz de entenderle». Dios quiera que podamos ser alguno de nosotros ese «nieto» que pueda disfrutar verdaderamente del apasionante mensaje de don Miguel.

«—Yo me contento —respondió Corchuelo— de haber caído de mi burra y de que me haya mostrado la experiencia la verdad, de quien tan lejos estaba». Quijote, II, 19

«Como me quieres bien, Sancho, hablas desa manera —dijo don Quijote—, y como no estás experimentado en las cosas del mundo, todas las cosas que tienen algo de dificultad te parecen imposibles; pero andará el tiempo, como otra vez he dicho, y yo te contaré algunas de las que allá abajo he visto, que te harán creer las que aquí he contado, cuya verdad ni admite réplica ni disputa». Quijote, II, 23

«Si yo pudiera sacar mi corazón y ponerle ante los ojos de vuestra grandeza, aquí sobre esta mesa y en un plato, quitara el trabajo a mi lengua de decir lo que apenas se puede pensar, porque Vuestra Excelencia la viera en él toda retratada; pero ¿para qué es ponerme yo ahora a delinear y describir punto por punto y parte por parte la hermosura de la sin par Dulcinea, siendo carga digna de otros hombros que de los míos, empresa en quien se debían ocupar los pinceles de Parrasio, de Timantes y de Apeles, y los buriles de Lisipo, para pintarla y grabarla en tablas, en mármoles y en bronces, y la retórica ciceroniana y demostina para alabarla?». Quijote, II, 32

Giussani identificaba al Quijote con la magnanimidad, es decir, con la grandeza de ánimo. La lectura de las aventuras de este caballero andante nos descubren cómo el deseo es motor de la vida humana: en sus peripecias, dolores y alegrías, porque el ánimo es movimiento de apertura hacia las cosas, de manera infatigable. Además la magnanimidad introduce en la historia –la del Quijote, la nuestra, la de nuestros contemporáneos– la mirada clemente, benévola y desprendida de un personaje que dice mucho en su ridiculez de la gracia que le sostiene.