Pluralismo y tolerancia, la lección de don Giussani
A mí, liberal y no creyente, don Giussani me caía bien “políticamente” –hago un inciso, creo que yo, que nunca tuve la oportunidad de conocerlo, cosa que me duele, también gozaba de su simpatía– porque había teorizado y propugnado el rechazo de los católicos a dejarse crucificar. Y había combatido la pretensión del Hombre de hacerse Dios –para que nos entendamos, en la fase histórica que él vivió se hablada de «el Dios que ha fracasado» y de otras cosas– y de crucificar a los hombres. Dios –para quien cree– se hizo hombre y se dejó crucificar para redimir a los hombres. Pero –también para mí– no vale el proceso inverso. Temo al Hombre que se hace Dios para redimir a los hombres, y termina irremediablemente mandándolos a un lager (sea negro o rojo) si no se dejan redimir como él quiere. Giussani recordaba a menudo que la cultura occidental había heredado sus valores propios del cristianismo y, entre estos, situaba el primero el de la “personalidad” (del individuo), que tiene como corolario implícito el de la “libertad”. (...) Para don Giussani el cristianismo, antes que ser una «doctrina que se puede repetir en una clase de religión»; más que un «conjunto de normas morales» y que «un cierto complejo de ritos», era «un hecho, un acontecimiento». Una definición del cristianismo verdaderamente revolucionaria, por parte de un cura, y por lo tanto poco catalogable dentro de un esquema meramente eclesial, que también un historiador o un sociólogo de las religiones, un filósofo de la política y de la moral, un laico y un no creyente, habrían podido (podrían) tranquilamente suscribir. (...) Por eso no me asustaba ni siquiera su “pregonar” la fe como afirmación de una identidad fuerte, histórica, civil, antes que religiosa, frente a identidades no menos fuertes, por rojas o negras que fueran, que negaban el valor de la persona y de la libertad. Así se explicaba también su laicísima y liberal afirmación según la cual «el límite del poder es la religiosidad verdadera, el límite de todo poder: civil, político y eclesiástico». El cristianismo, entendido, no como “proyecto”, sino como “experiencia” de la fe y, al mismo tiempo, histórica y política, es decir, como un hecho que toma cuerpo mediante “experiencias de cristianismo” en plural (mediante el paso de la utopía a la presencia) y se convierte –se diría en un lenguaje políticamente correcto, del todo ajeno a él– en factor de pluralismo y de experimentación.