La batalla de la razón por lo humano
Resulta emocionante ver a un hombre implicado en una lucha profunda contra las fuerzas de la cultura, decidido a descifrar y resolver, a superar las paradojas del conocimiento de sí mismo, los límites del lenguaje y las superestructuras de la razón convencional que al mismo tiempo debemos usar y superar. Ver esta lucha en acto, no en una torre de marfil ni como un intento de dar un nuevo paso en el juego del pensamiento intelectual, sino como un esfuerzo apasionado por ver lo que es real y encontrar palabras más nuevas, concretas y contemporáneas para describir lo que es verdad, es verdaderamente, profundamente y realmente conmovedor. Y eso es lo que sentí al mirar y escuchar a mi buen amigo Javier Prades López a propósito del lema del Meeting 2012.
Nosotros luchamos no sólo por nuestras vidas, sino por la verdadera vida, por la posibilidad de una vida que pueda ser más que una existencia atormentada y evasiva. Y no sólo para nosotros sino para nuestros hijos, los hijos de nuestros amigos, nuestros padres, nuestros hermanos y hermanas. Durante la intervención de Prades, pensé muchas veces en mi madre, en su lecho allá en Irlanda, débil y confusa después de haberse visto afectada por una enfermedad hace un mes. Él no la citó y, de hecho, ella habría tenido muchos problemas para entender mucho de lo que él dijo. Pero lo que vi fue un hombre que luchaba por la vida de mi madre, por la certeza que ella ahora necesita, que yo necesito ahora, para renovar y fortalecernos del aire que ambos respiramos. Pensé en mi hija, camino de vuelta a casa tras el Meeting, que vuelve a una cultura que trata de aspirar la vida de sus pulmones, de sustituir la inocencia que la está abandonando por el cinismo y la duda.
Prades es un soldado que combate por todos nosotros, que ataca con precisión la estupidez de nuestra cultura, que se presenta como sofisticada, pero que amenaza con sofocarnos. El arma de Prades es la razón, una razón que no está separada del mundo que él describe y critica, sino que intima con él, que habla su mismo idioma, igual que habla un hombre con otro. Él ve la banalidad que está en el corazón de la capacidad colectiva de aprender, pero ve también los signos de un intento de regeneración en el trabajo de músicos y escultores. Él denuncia, sí, pero también anuncia. Hemos perdido las ganas de contarnos grandes historias, dice, pero no el deseo de estas historias, ni su necesidad. La tragedia de nuestra situación es que, quizás en nuestros intentos para evadirnos de la pobreza de nuestra cultura, reducimos nuestras propias preguntas y así nos cerramos.
Prades cita al escultor español Eduardo Chillida: “El horizonte es la patria de todos los hombres”. Este horizonte se expresa con una palabra que conocemos: Cristo.
La prueba de ello es evidente: en el deseo que tenemos de justicia, de verdad, de significado; en la nostalgia que sentimos de algo que no llegamos a encontrar en la realidad cotidiana, una angustia que nunca se aplaca. Estos son los componentes del motor de la locomotora humana, que nos empuja hacia el Misterio.
Contamos también con el testimonio de los Apóstoles, que pusieron su mirada en el Misterio hecho carne y nos dejaron documentos que podemos valorar confrontándolos con nuestra experiencia, con nuestros deseos, con nuestra propia vida. Al escuchar a Prades, sentí envidia de aquellos hombres, que miraban cada día al Infinito y para los cuales, como resultado de ello, cada cosa se situaba en su verdadera perspectiva. Pensé en la luz y en la oscuridad de su viaje con Él, que culminó en aquel día en que Cristo Resucitado, la “persona desconocida”, se unió a sus filas desconsoladas y desesperadas, permitiéndoles volver a respirar de nuevo. En aquel momento, el punto de fuga se convirtió en el hecho absolutamente más fundamental, pasando de ser un puzle a la afirmación definitiva del glorioso destino del hombre. Cristo nos viene al encuentro desde el otro lado del mar, primero como un punto en el horizonte, luego como un hombre montado en una barca, de la que baja para abrazarnos, la novedad última que deseamos ardientemente, la que más esperamos. Y cuando seguimos los consejos e indicaciones del recién llegado, nos encontramos cambiados de una forma que corresponde, más plenamente de lo que hubiéramos imaginado que fuera posible, al deseo que nos hace seguir adelante. Comenzamos a conocer el infinito como misericordia en el presente y a reconocernos a nosotros mismos como criaturas, como una promesa de vida eterna, no ya por pura esperanza sino a partir de un conocimiento.
Prades ilustra su caso con cuidado. Parece que hubo un tiempo en que estos conceptos eran más fáciles, pero ahora, atrapado en una lógica generada por sí mismo, el hombre los encuentra cada vez más problemáticos, reduciendo la promesa final a algo parecido a un poema de consolación. Tal vez, temerosos de una desilusión, nos preparamos para lo peor y empezamos a contentarnos con este programa, terminando por definirlo como una perspectiva más “realista” que aquella que da el mayor consuelo.
En pie, sentados, desde sus propios cuerpos, los hombres miran su naturaleza y, malditos por la lógica postivista, deciden excluir los aspectos más sensacionales de sí mismos al hacer cuentas con la realidad. En el pasado, el hombre podía equivocarse de dirección al elevar el alma más allá del cuerpo, pero ahora hace lo opuesto al negar la existencia del alma por el hecho de que los expertos no sepan encontrarla.
¿Pero qué hace en el hombre que lo haga capaz en primer lugar de entenderse a sí mismo? ¿Dónde encontrar la objetividad deseada? Si el “yo” humano fuera capaz de eliminarse a sí mismo y lo hiciese, ¿cómo podría entender después lo que permanece y cómo podría el hombre afirmar que entiende algo? Partiendo de la premisa de que el hombre, hoy, es sólo lo que está sobre la tierra, partiendo por tanto del materialismo postulado por ciertos científicos, el estudio de la realidad por parte del hombre se convierte en una mirada estéril sobre un objeto, una mirada con la que se ignora a sí mismo. A partir de esta base, hemos perdido no sólo el conocimiento sino también la ética, porque ¿sobre qué podría fundarse ésta si no es la irreductible dignidad del hombre? Una explicación puramente material no podría representar el enigma humano. El hombre sabe esto, pero intenta negarlo y por eso silencia las preguntas que lleva dentro.
Estos pensamientos son los que me regaló Javier Prades con una claridad que no recuerdo haber tenido antes. Estos no están necesariamente presentes en sus palabras exactas, pero son las palabras que nacieron dentro de mí, estimuladas por cómo él exponía su pensamiento y su pasión, frutos de mucha reflexión y afecto. Lo que me dijo no es tanto lo que he conseguido conocer sino lo que ya conocía y había dejado sepultado o reducido a palabras y lógicas extrañas.
Todo empieza y acaba en el corazón. Lo que me llevo no son sólo las cosas de las que Prades habló, sino la certeza de que éstas se han reavivado en mi corazón. Y aquí llega la paradoja final, tácito pero claro: partiendo de su materialidad, el hombre no puede darse a sí mismo el significado, el conforto ni la certeza, pero su viaje hacia la verdad empieza en algo que se encuentra bajo sus ropajes: el corazón.