Es política, no religión

José Ignacio Torreblanca

Con cada atentado terrorista de inspiración yihadista reaparece el coro de voces que pretende responsabilizar a la religión musulmana y a sus practicantes por los asesinatos cometidos en su nombre. A la primera, la religión, se le atribuye una naturaleza intrínsecamente violenta y excluyente que la haría incompatible con cualquier forma de vida democrática o régimen de derechos y libertades individuales. A los segundos, los practicantes, se les señala por la complicidad que algunos dicen adivinar tras los silencios, su incapacidad para la crítica a sus líderes religiosos, su resistencia a modernizar sus hábitos culturales y el continuo victimismo del que hacen gala, que con demasiada frecuencia acompañan de demandas orientadas a restringir derechos o construir dentro de nuestras sociedades espacios donde estos no rijan.

No caigamos en el error de construir trincheras y odios cuando necesitamos puentes
Pero este razonamiento, que en último extremo nos lleva a un enfrentamiento de civilizaciones entre Occidente y el islam, naufraga contra la evidencia de que por cada occidental asesinado a manos de estos terroristas yihadistas vienen muriendo miles de musulmanes. Desde la guerra civil argelina, donde en los años noventa murieron entre 150.000 y 200.000 personas, hasta Irak, donde las cifras de víctimas posteriores a la invasión de 2003 también se encuentra en el rango de 150.000 a 200.000 personas, o como se viene poniendo de manifiesto hoy en Siria, Libia, Túnez, Egipto u otros escenarios, el conflicto dominante no es entre el islam y Occidente, sino dentro del mundo islámico, víctima de fracturas entrecruzadas de carácter étnico, geopolítico o económico, entre suníes y chiíes, kurdos y turcos, autoritarios y demócratas, laicos y religiosos, ricos y desposeídos.

Ignorar la profundidad y severidad de esas fracturas, en las que se dilucida el modo y carácter de la modernización de estas sociedades, y obviar nuestro papel en su creación y mantenimiento, desde los tiempos del colonialismo hasta ahora, nos lleva a abandonarnos a la otra tentación recurrente en estas ocasiones: la de afirmar que el terrorismo es simplemente barbarie nihilista sin sentido. No, el terrorismo, este como cualquier otro, es político y busca objetivos de dominación política, así que precisamente para poder contrarrestar estos objetivos eficazmente, debemos entenderlos en toda su complejidad.

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Todo esto no es una llamada a renunciar a nada ni a relativizar nada. Como no puede ser de otra manera, la brutal masacre de París nos obliga a reafirmarnos en nuestros valores y principios y a no aceptar ni una sola renuncia en la esfera de los derechos (tampoco, que quede claro, cuando las sátiras o irreverencias se practiquen contra nuestros símbolos o instituciones, sean la Monarquía, la bandera, la religión cristiana, judía o cualquier otra). Que un humorista armado de un lápiz pueda ser considerado una amenaza existencial para un fanático, incluso más que un soldado, es la prueba de lo lejos que hemos llegado y los años luz que nos separan de ellos. Precisamente por ello no caigamos en el error de construir trincheras y odios cuando lo que necesitamos son puentes y políticas eficaces.