Bonn

“Padre”

Tras conocer la noticia de un accidente en el que murió una joven, Carlos acude a visitar a sus amigos misioneros en Alemania para ver cómo comparten el desgarro del dolor de un padre que ve morir a uno de sus hijos

Decía María Zambrano que el padre tiene que representar frente al hijo la objetividad vigente, pero sin dejar nunca de permanecer al mismo tiempo en íntimo contacto con ese sustrato de rebeldía que tiene todo hombre en formación. La paternidad consiste, entonces, en asenderear el terreno que media entre ambos polos, en ser medio entre lo caliginoso y la luz. El padre habita de algún modo ese contraste, convirtiéndose así en suelo firme a los pies del hijo.

Esta semana conseguí lanzarme a la carretera para ver a los sacerdotes de la Fraternidad San Carlos en Alemania. Tenía que verles tras el accidente de autobús camino a Asís con los niños del colegio, la parroquia y CL. Ya desde el último tramo de las escaleras del seminario de Bonn pude ver a Gianluca, que me esperaba sonriente con esa mirada vivaz que le caracteriza. Según iba subiendo, iban apareciendo las muletas que le sostenían, y de las que con dificultad pudo separar una mano para saludarme. «¿Te apetece cenar una pizza?», me dijo casi rogándolo. Con el cuerpo lleno de remiendos solo puede salir con ayuda de la habitación. Después de subirlo a su silla de ruedas, nos dirigimos a la pizzería, sufriendo la tortuosidad de las calzadas romanas que abundan en todo centro urbano que se precie.

En la pizzería empezamos a hablar en la barra. Gianluca no es una persona precisamente sensiblera. Por eso impresionaba ver sus palabras embebidas en dolor, incluso cuando se dejaba llevar por la niña admiración que sentía ante la heroicidad de los servicios asistenciales o el arropamiento constante de tantísima gente. Durante las primeras semanas le habían atormentado los sonidos y las imágenes. Su rostro se ensombreció cuando le pregunté por Elisa, la chica que falleció en el accidente, junto a la que estuvo atrapado y plenamente consciente, esperando la llegada de los bomberos. «Tenía una sonrisa tranquila, bonita –me repitió varias veces–, no podía llegar a imaginar que hubiera muerto». Sus ojos quisieron rezumar todo aquel dolor acumulado, pero su carácter morigerado contuvo la precipitación en un brillante entelado.

Gianluca, ya de pequeño, deseaba ser padre de tantos niños como el sacerdote de su pueblo. Basta pasar con él un día en el colegio de Brühl, donde no se le escapa un nombre, para advertir el cuidado con el que desarrolla ese ideal. Ahora, aunque no por primera vez, sufría la angustia más horrorosa que puede padecer un padre. Al enterrar un hijo, asumía en su interior toda la rebeldía de la siempre extemporánea muerte, acogiendo ese desgarro intestino que asomaba clamoroso en sus ojos. Lejos de ser un modo de represión, su contención modulaba el dolor informe, convirtiendo cada queja insubordinada en un ruego obediente al Padre. Mientras celebrábamos la misa dominical los dos en su habitación, esa doliente delicadeza preñaba cada uno de sus gestos litúrgicos.

Estos sacerdotes no pasan por encima de la muerte, no dejan de sentir su horror. Aún me impresionan las palabras de Davide, el más joven de ellos, hablando del reconocimiento del cadáver, su transporte y su funeral, como si fuera José de Arimatea. «La muerte es real». Al mismo tiempo, sin embargo, apuntan temblorosos pero ciertos al lugar de llegada, y nos permiten empezar el camino. Cumplen, con ello, la misión que su padre D. Massimo Camisasca les ha encomendado: la paternidad consiste en imitar a Dios –dice–, en cuidar al otro porque Dios es el que crea y no abandona; como Dios, padecen la muerte de los hijos en sus carnes, para abrir así espacio a la vida eterna (Jn 3,16).
Carlos, Barcelona