¿Es posible vivir juntos en una sociedad cada vez más fragmentada?

Una invitación a la lectura del libro del mes, Buenas razones para la vida en común, de Angelo Scola
Javier Restán Martínez

El libro Buenas razones para la vida en común, del cardenal Angelo Scola, es un ensayo que nos obliga a pensar muy a fondo. No nos deja como antes. Scola es un gran teólogo y, por tanto, es un libro consistente, que obliga a un trabajo. Por eso merece la pena.

Los temas que aborda son inmensos (política, economía, laicidad, pluralismo, relación con el islam...) y las aportaciones de Scola no son “la” respuesta, pero son parte de la respuesta y nacen desde el corazón del carisma de don Giussani, y de una amplia reflexión teológica y la larga experiencia pastoral como sacerdote y obispo del autor. El libro nos va a resultar novedoso, en algunos tramos emocionante, tal vez en otros sorprendente.

Comienzo con una premisa que, en mi opinión, define el tono de todo el texto: este libro está animado de una pasión misionera, es decir, no trata de transmitir un análisis perfecto y cerrado de la que podríamos llamar una “posición cristiana”, que nos dé seguridad en la navegación en medio de la tormenta en la que estamos. Por el contrario, todo lo dice mirando al mundo, como mirando de reojo a “los otros”, está intentando «decirse» a sí mismo a los otros. Scola no busca “asegurar” y “fundamentar” lo propio, sino que hay un deseo de comunicación, de relación con los otros. De búsqueda de la verdad en compañía de los diferentes. Mejor todavía, para Scola, este «decirse» públicamente a los otros desde la fe es, precisamente, el camino para profundizar en la propia verdad, en la verdad.

Los dos primeros capítulos son fundamentales porque definen nuestro contexto histórico, político y cultural con el término «sociedad plural». No es una mera constatación sociológica, sino que Scola afirma que este pluralismo es bueno: «las diferencias son positivas para la sociedad». Es todo un punto de partida que no debemos dar por supuesto. Cuando afirmamos que las diferencias son positivas, estamos afirmando de otro modo que «el otro, diferente, es un bien». Y esto marca ya un criterio muy radical: es deseable que la sociedad sea plural y, al contrario, no es deseable la homogenización de la sociedad. Es deseable y necesario el diálogo y la construcción con los diferentes, en la medida de lo posible.

Ahora bien, esta pluralidad plantea problemas que son muy graves porque la pluralidad ha llegado a un nivel de fragmentación que puede hacer inviable la vida común. Esta situación tiene mucho que ver con el proceso de secularización y fragmentación de la base de sustentación cultural en el mundo noratlántico, que ha estudiado agudamente Charles Taylor, al que se refiere en este punto Scola.

El momento actual sería el de una «sociedad postsecular»: el secularismo permanece y, sin embargo, en medio del silencio social sobre Dios y la religión, «la demanda de “sentido”, la necesidad de “significado” se manifiesta ahora en formas inéditas», y Scola advierte: necesitamos comprender estas nuevas formas para entrar en diálogo con ellas.

La cuestión política que nos plantea la nueva situación de pluralismo en un mundo postsecular es: ¿vivir juntos en una sociedad cada vez más fragmentada es posible? Scola se pregunta abiertamente: «¿Cómo es posible la convivencia de una pluralidad de sujetos portadores de visiones muy diferentes que todos reclaman igual dignidad, si ya no se admiten presupuestos compartidos?». En definitiva, ¿cómo permanecer unidos?, ¿cómo puede existir una “polis” en este contexto de enorme fragmentación?

La respuesta de Scola es radical y puede parecer desconcertante: sí, es posible vivir juntos, con nuestras diferencias. Para ello, tenemos que ser conscientes de que vivir juntos es un bien “práctico-social” que debe ser afirmado radicalmente. Es decir, que el «bien político primario» es el hecho de vivir juntos. La afirmación del otro, de los otros, por encima de cualquier diferencia religiosa, política o de cualquier índole.

Scola es bien consciente de las implicaciones que esta afirmación tiene y lo califica de «revolución copernicana», pues ya no se pone «la base de la construcción de la vida política en un principio universal abstracto, ni siquiera en la defensa de los derechos humanos, sino en el valor mismo del vivir en sociedad», por tanto, del reconocimiento del otro.

La consideración de la vida común, de la vida junto con los otros diferentes como el «bien político primario», deriva de la naturaleza misma del cristianismo como acontecimiento. Toda la reflexión y sobre todo la relevancia pública del cristianismo deriva de su naturaleza de acontecimiento. No se trata por tanto de principios de los que se derivan automáticamente aplicaciones o consecuencias políticas directas. El cristianismo –dice Scola– «no es un paquete de dogmas de los que sacar las oportunas consecuencias». No hay “aplicaciones mecánicas” de los dogmas, pero tampoco “yuxtaposición” entre el cristianismo y la vida política y social, como si fueran agua y aceite que no se mezclan. Lo que hay son «implicaciones dinámicas» de los miembros del pueblo eclesial con el resto de los miembros de la sociedad que no forman parte de ese pueblo. Esas «implicaciones dinámicas» obligan a un continuo diálogo y reencuentro con los diferentes para la construcción común.

Estas reflexiones las desarrolla Scola en el último capítulo del libro, sobre la conveniencia de Dios y del cristianismo para la política. De hecho, una forma posible de leer este libro es comenzar con los dos capítulos primeros: pluralismo, sociedad postsecular, etc. y luego pasar al capítulo final, el séptimo, para finalmente volcarse en los capítulos centrales dedicados a la cuestión política, económica, desarrollo y justicia...

La propuesta, por tanto, es la de un «diálogo práctico» permanente dentro de la sociedad. Como diría John Rawls, se trata de una «negociación continua» dentro de la sociedad y de las instituciones.

¿Qué implicaciones tiene para los cristianos esta exigencia de un «diálogo permanente»? Siguiendo en parte a Jürgen Habermas, plantea Scola dos premisas: los cristianos tenemos que hacer un esfuerzo para traducir nuestro lenguaje religioso en un lenguaje que sea accesible de manera general. En segundo lugar, debemos asumir que el Estado es un producto “jurídico-institucional” que no necesita fundamentaciones religiosas. Ahora bien, aceptar esta “autonomía” del Estado, implica paradójicamente que el Estado debe valorar, respetar y potenciar los recursos culturales y religiosos, comunitarios, que hacen viable la vida personal y social, en definitiva, hacen viable al propio Estado. Muchos de estos recursos provienen de las grandes tradiciones religiosas. Así pues, la propuesta sería la de un verdadero “Estado laico” que respeta la pluralidad, y reconoce y potencia la aportación de las distintas tradiciones, especialmente las religiosas. Es lo que llama Scola «la nueva laicidad».

Scola habla de «la lógica de la narración mutua entre los sujetos que habitan la sociedad plural». Pero la “lógica de la narración” conlleva “una lógica de la escucha” del otro incluso cuando lo que dicen los otros no me resulta apetecible. Debemos escuchar con la actitud «de quien se deja fecundar», como decían algunos Padres de la Iglesia. Los católicos tenemos una profunda necesidad de asumir este esfuerzo de “narración”, abandonando cualquier tentación de “fundamentalismo” explícito o implícito. Hay una relación íntima y radical entre la verdad y la libertad, como subrayó el Concilio Vaticano II, y eso nos exige una actitud de narración-escucha.

Este «narrarse» es una forma del testimonio cristiano, pues implica la totalidad de la persona, no solo unas ideas. Tenemos la obligación de poner nuestra “narración” dentro de la vida pública, en todos los aspectos, también en las cuestiones morales. Es nuestra obligación, nuestro servicio, siempre con las premisas señaladas: un lenguaje comprensible y una escucha permanente. Porque referirnos a unos «fundamentos irrenunciables» que son nuestros perímetros infranqueables bloquea cualquier posibilidad de encuentro. En esto insiste mucho Scola, consciente de que, no obstante, se puede llegar a una situación “inmanejable” para los cristianos, y entonces Scola apela a la objeción de conciencia.

Este libro de Angelo Scola es un instrumento muy importante que trastoca muchas de las ideas previas que podemos tener y abre la puerta a una posición cristiana libre y consciente de los cambios que implica para la Iglesia el mundo plural y postsecular en el que vivimos.