Eucaristía en memoria de Luigi Giussani, a los once años de su fallecimiento

Carlos Osoro, arzobispo de Madrid

Querido y estimado don Ignacio, responsable del movimiento en España; queridos don Juan Carlos, vicario episcopal de la zona, y don Alfonso, vicario episcopal también; querido don Pedro Pablo, párroco de esta comunidad; queridos hermanos sacerdotes, responsables todos del movimiento aquí en España, querido don Javier, rector de nuestra Universidad Eclesiástica de San Dámaso; don Antonio Cartagena, director de la Comisión de Apostolado Seglar de la Conferencia Episcopal; queridos hermanos y hermanas todos en Nuestro Señor Jesucristo:
Es para nosotros un acontecimiento siempre excepcional el hacer memoria de hombres de los que el Señor se ha servido para enriquecer a la Iglesia. Once años celebramos hoy del fallecimiento del fundador, monseñor Giussani. Esta memoria de hombres así, que han regalado, o ha regalado Dios, a través de la Iglesia y a través de personas concretas, algo que ha enriquecido a la Iglesia y que ha expresado también siempre la novedad que trae Jesucristo al corazón y a la vida de los hombres, es necesario no olvidarlos, y es conveniente lo que esta noche hacemos nosotros porque entre otras cosas nos viene bien a nosotros mismos hacer siempre memoria de quienes el Señor se sirvió para enriquecer a su Iglesia y para manifestar al mundo que Él es el único camino, la única verdad que existe y la vida verdadera de los hombres.
Por otra parte, queridos hermanos y hermanas, es cierto lo que hemos cantado juntos. El Señor es nuestra luz, el Señor es nuestra salvación, Él es el que nos reúne aquí a nosotros en este segundo domingo de Cuaresma, en estas vísperas. Él es nuestra luz. ¿Qué vamos a perder nosotros? ¿Quién es el que nos da la audacia, la generosidad? ¿Quién es el que nos hace a nosotros valientes y capaces de entrar en este mundo manifestando y expresando, con nuestra vida y con nuestras palabras y obras, que Él es solo el Señor, quién es para los hombres? Que solo el Señor tiene caminos que abre permanentemente para que los hombres podamos construir esta historia con una singularidad especial. ¿Quién nos hará temblar?, nos decía el salmo que hemos rezado todos juntos.
Por otra parte, es bueno que nosotros le manifestemos al Señor lo que tan maravillosamente el salmista nos dice, poniendo en su corazón, como hoy acogemos en el nuestro, sus propias palabras: escúchame, te llamo, ten piedad, respóndeme, quiero oír tu corazón, quiero oír el pálpito de tu corazón para que el mío, el nuestro, tenga el mismo ritmo que el del Señor. Busquemos siempre el rostro de Nuestro Señor Jesucristo.
Hoy el Señor sigue realizando milagros con nosotros también. Hoy, al igual que a Pedro, a Santiago y Juan, nos quiere llevar el Señor a la montaña. La montaña para nosotros está en nuestra propia vida, quiere llevarnos a lo profundo, a lo hondo de nuestro ser, quiere hacernos fundamentalmente esas tres preguntas que siempre nos tenemos que hacer, pero que en este tiempo de Cuaresma es oportuno que nos las hagamos y que sea el Señor mismo también quien nos ayude a responderlas.
En primer lugar, ¿cómo está vuestra fe? ¿Qué es lo que creéis? ¿A quién creéis? En segundo lugar, ¿y cómo está vuestra esperanza? ¿Tenéis miedos? ¿Tenéis temblor en vuestro corazón? Ante las circunstancias diversas que estáis viviendo, ¿cómo está vuestra esperanza? En tercer lugar, el Señor también nos dice que nos dejemos amar por Él, que dejemos que nuestra vida sea abrazada por el amor del Señor, por ese amor misericordioso, por ese amor incondicional que Él tiene a todo ser humano.
Pues sobre estas tres preguntas –¿cómo está mi fe?, ¿cómo vivo la esperanza?, ¿y cómo me dejo abrazar por Dios, por el amor del Señor?– es sobre lo que quiero conversar con vosotros, haciendo homenaje en este día también, y memoria, de ese hombre que ha hecho posible que esta noche nosotros estemos reunidos aquí. Es verdad que lo hace el Señor, pero se ha servido de él para seguirnos reuniendo aquí, después de once años de su muerte, y escuchar su palabra, la palabra del Señor, y escuchar la voz del Señor, y escuchar lo que nos pide a cada uno de nosotros precisamente para dar una versión siempre nueva en nuestra vida, que es la que Jesucristo Nuestra Señor regala y entrega siempre.
¿Cómo es nuestra fe, queridos hermanos? Lo habéis escuchado en la primera lectura. Dios saca a Abrahán, nos dice el texto, fuera. Es decir, le hace ver el horizonte y le dice: «mira al cielo, cuenta las estrellas». Y le manifiesta: «así será tu descendencia». Esta muestra de amor de Dios, esta presencia real de Dios en su vida, esta manifestación de la fidelidad que Dios tiene a los hombres y que tuvo a su pueblo es lo que le lleva a Abrahán a decir y a creer con todas las consecuencias en Dios. Es más, oyó en la profundidad de su corazón: «Yo soy el Señor, yo soy el que te sacó de tu tierra para darte posesión de esta tierra».
Queridos hermanos y hermanas, ¿sabemos nosotros salir de nosotros mismos o nos encerramos en nosotros mismos? ¿Sabemos salir fuera, sabemos contemplar lo que el Señor nos manifiesta en nuestra propia vida, las huellas de Dios en nuestra propia vida, las huellas de Dios en todo lo que nos rodea, en todo lo que el Señor nos hace ver y observar, y contemplar con nuestros ojos, escuchar, escuchamos esa voz también del silencio interior de nuestra vida, que manifiesta la presencia de Dios? Nos dice el libro del Génesis que un sueño profundo pero un terror intenso y oscuro cayó sobre Abrahán, pero sobre todo porque se dio cuenta Abrahán de que Dios hacía una alianza con él. Dios decía que no le abandonase, que fuese fiel como Él le era fiel a él, presentándole todo le que le iba a entregar a él y a su pueblo. El Señor ha estado grande con nosotros. Todos los que estamos aquí hemos tenido también una singular presencia en nuestra vida del Señor. Tenemos su vida por el Bautismo, la propia vida del Señor que Él nos ha regalado. Y tenemos muestras de que esa vida no solamente está en nosotros sino que se manifiesta en otros como nosotros que han acogido la vida del Señor. Él ha hecho una alianza con nosotros, Él nos ha dado su propio rostro, pero no para que lo guardemos sino para que lo manifestemos, lo regalemos y lo expresemos con las personas que nos rodean, en los lugares donde estamos. Pero es necesario que creamos que Él es el Señor. Yo soy el Señor. Yo soy el que te saca de tus egoísmos, el que te hace que quites de mirarte a ti mismo, que mires en lo profundo de tu corazón, que veas la huella que yo he impreso en tu existencia, como la pongo en la existencia de los demás.
¿Cómo es nuestra fe? ¿Ponemos nuestra vida en manos del Señor? ¿Nos dejamos guiar por el Señor, nos fiamos de Él? Recordad cómo el Señor, en el Evangelio, nos dice que Él se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, se los llevó a lo alto de una montaña a orar. Elige a discípulos, elige quizá a los que se oponen más resistentemente a su mensaje. ¿No recordáis? Pedro, ya vemos su historia. Los hermanos Santiago y Juan, su madre había pedido un puesto para ellos, pero el Señor quiere mostrarles el estado final de la humanidad, la transfiguración, la misma que en el Señor se hace quiere hacerles ver que se puede hacer en ellos, y ya en este mundo, en esta tierra ya pueden vivir esa experiencia, ser hombres que por la fuerza de Dios han sido transfigurados. Pero es necesario que crean en Él. Y cuando los llama el Señor van con Él a lo alto de la montaña. Como el Señor hoy nos llama a cada uno de nosotros y nos dice que tengamos el atrevimiento de subir a la montaña, de entrar en esa montaña que está en nuestra vida, donde podemos contemplar a Cristo, al Señor de la vida y de la historia.
En segundo lugar, ¿cómo es nuestra esperanza? Habéis escuchado al apóstol Pablo cuando se dirigía a los cristianos de Filipo. Él les manifestaba que eran ciudadanos del cielo, eran ciudadanos, somos ciudadanos del cielo. ¡Qué maravilla, queridos hermanos! Aquellos que hemos recibido la vida del Señor, es verdad que estamos en este mundo, estamos en esta historia, pero somos ciudadanos de esa patria que Dios ha hecho para nosotros. Esa vida del Señor nos hace ser resucitados, ser hombres y mujeres que tenemos otros ojos, otro corazón, otra moneda. Cuando el año pasado, en este tiempo de Cuaresma, yo os decía que había que hacer trasplante de ojos, que había que hacer trasplante de corazón y que había que hacer un cambio de moneda, os lo decía por esto, hermanos. Tener los ojos de Cristo nos hace ver la vida de un modo distinto, diferente. Tener el corazón del Señor nos hace tener un corazón en el que caben todos los hombres, ¡todos! También el que incluso no solamente no piensa como yo sino que es enemigo mío y está contra mí. Pero el Señor me hace ver también aquellas palabras suyas que hoy precisamente en este sábado en la lectura continua nos dice el Señor: «amad a vuestros enemigos». Y lo mismo que Dios hace salir el sol sobre buenos y malos, así tiene que ser vuestra vida. Porque si no, ¿qué hacemos en este mundo?, ¿igual que los demás?.
¿Cuál es nuestra esperanza? Somos ciudadanos, aguardamos a que Cristo vuelva. Sí, porque Jesucristo transforma nuestro cuerpo humilde según el modelo de su cuerpo glorioso como nos acaba de decir el apóstol Pablo. Por eso él nos insiste: «manteneos en el Señor, no perdáis la esperanza, la esperanza es Él». Por muchas circunstancias que podamos vivir, por muchas situaciones en las que podamos estar, es importante que la esperanza sea para nosotros Jesucristo, el Señor. Que no es una teoría, no es una teoría y el Señor nos lo hace experimentar. Lo subió a lo alto de la montaña. La montaña pensad que no está fuera, está dentro de nosotros. Es un lugar interior donde necesitamos encontrarnos de verdad. Jesús necesitaba a veces retirarse a esa montaña para entrar en relación profunda con el Padre, con lo esencial, que es la vida misma de Dios. ¿No necesitamos nosotros también salir a la montaña para recuperar la esperanza? Porque a veces, atosigados por tantas y tantas cosas que nos rodean, perdemos la esperanza. Y la falta de esperanza debilita nuestra vida, no nos da valentía, audacia, creatividad, al contrario, nos retiene, nos entran miedos, hacemos justificaciones diversas para no entrar de fondo y de lleno donde tenemos que estar presentes.
En tercer lugar, no solamente cómo está nuestra fe y cómo vivimos en esperanza sino ¿hemos dejado que Dios nos abrace, que Dios nos quiera? ¿Dejamos que Dios, que su amor, rodee y envuelva nuestra existencia? Mientras oraba el Señor, nos dice el Evangelio, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blanco. Jesús transfigurado. Un cambio notable se da en su rostro, en su cuerpo. Nuestros cuerpos, como el de Jesús, están llamados a dejar pasar la luz de Cristo. Sí, la luz de Dios tiene que pasar a través de nuestros cuerpos, a través de la expresión de nuestro rostro, a través de nuestra mirada, de nuestra sonrisa, de la curación que hagamos a los demás. Tiene que pasar, el Señor quiere que le dejemos entrar en nuestra vida, que el abrazo que Él nos da lo demos a los demás. ¿Qué podemos hacer para que nuestra vida transparente la luz y la vida del Señor? Nos dice el Evangelio que los vestidos de Jesús resplandecían de un blanco que es el color de la vida. Jesús manifiesta la vida en plenitud. Toda la humanidad está llamada a esta transfiguración. Y nosotros, ciudadanos del cielo, viviendo en esta tierra metemos la fuerza del Resucitado, la fuerza de su luz, la fuerza de su transformación. La transfiguración de Jesús es la transfiguración del ser humano. Jesús quiere dejar claro que al final de todo es el triunfo de la vida, es la plenitud de la vida. ¡Y basta Jesús! Primero estaban Moisés y Elías, pero desaparecieron. Se quedó Jesús solo. Es que Él es la vida, no necesitamos otro. Es Jesús.
Los apóstoles, ante aquel abrazo del Señor que les da en la transfiguración, le dijeron: «Maestro, ¡qué hermoso es estar aquí!». ¡Qué hermoso es quedarnos aquí! Actualmente os dais cuenta de que la reacción de Pedro demuestra que no se había enterado de nada. Continuaba cerrado quizá en sus antiguas creencias, y él quería mezclarlo todo. Y se propone hacer tres chozas. No comprende que esa experiencia de la transfiguración es un acto de amor de Jesús a los discípulos para librarlos de ideales mezquinos que les impiden acceder a la vida verdadera.
Queridos hermanos, a nosotros nos pasa lo mismo. Queremos instalarnos. Tres chozas. Pero no nos atrevemos a dejar que entre de tal manera la luz, la fuerza de la Resurrección, el abrazo de Dios en nuestra vida, que eso sea lo que demos y manifestemos, donde estamos. No hacer tres chozas e instalarnos, quedarnos en el mismo sitio, a gusto pero en el mismo sitio. Hay que salir. Los cristianos necesitamos bajar al valle de los que sufren, como lo hizo Jesús. La nube se formó, la nube envolvió a todos. Era la manifestación de Dios. Y dentro de la nube se oía esa voz: «este es mi hijo, escuchadle». Esto es lo que nos dice el Señor hoy. Que escuchemos a Jesucristo, que dejemos que sus palabras entren en nuestra vida y en nuestro corazón, que sean las que marquen el itinerario de nuestra existencia. «Escuchadle». Es decir, Jesús es el único al que hay que escuchar. Solo a Jesús, el Hijo amado. Es el único, no hay que escuchar ni a Moisés ni a Elías, sino a Jesús, que nos revela el designio de Dios sobre nuestra vida.
En todos los tiempos, pero en este tiempo que vivimos nosotros, ¡qué importante, queridos hermanos y hermanas, es escuchar a Jesús! ¿Tenemos espacios para escuchar a Jesús? ¿Tenemos espacios para dejarle que nos abrace, que nos hagamos conscientes del amor que nos tiene, y nos hagamos conscientes de que ese amor que nos da hay que darlo, hay que repartirlo, hay que entregarlo, hay que manifestarlo?
Hermanos y hermanas, es un gozo hoy hacer memoria del fundador de este movimiento de Comunión y Liberación. Y es un gozo hacerlo en este segundo domingo de Cuaresma de este Año de la Misericordia. Es un gozo y es un compromiso. Porque el Señor nos reúne y la memoria no es simple recuerdo. La memoria es que el Señor nos dispara para que sigamos adelante, para que sigamos preguntando: ¿y mi fe?, ¿y mi esperanza?, ¿y mi amor? ¿Me dejo, es el amor de Dios el que tengo, lo guardo para mí o lo regalo, lo manifiesto, lo expreso? Nuestro Señor nos conoce y Él quiere acompañarnos. Por eso se hace presente aquí, en el misterio de la Eucaristía. Realmente va a estar presente, realmente. Él nos va a decir, como a los apóstoles: «vamos», pero no de la misma manera. Vayamos con el aliento de su palabra, con la manifestación de su amor en el misterio de la Eucaristía y con el alimento de ese amor que el Señor nos regala haciéndonos partícipes de esta mesa. Que de lo que comemos, como decía san Agustín, demos a los demás. Así nos encontremos con el camino, expresemos de lo que comemos en esta historia, que en definitiva es el rostro de Jesucristo Nuestro Señor.
Amén.