María en el misterio de Cristo y la Iglesia

Página Uno
Luigi Giussani

Apuntes de una intervención de Luigi Giussani. Faenza, Basílica Catedral, 2 de mayo de 1988

Doy las gracias a Su Excelencia1 por brindarme la ocasión de dar testimonio –como él mismo ha dicho–, es decir, de trasmitir a los hermanos no tanto un discurso, sino algo que uno vive y experimenta en la vida, particularmente cuando se trata de dar testimonio de lo que es la Virgen. Dice el texto bíblico que la tradición cristiana indica como profecía de la Virgen: «Qui elucidant me, vitam aeternam habebunt»2, «Quien hable bien de mí tendrá la vida eterna». Agradezco por tanto la ocasión que se me brinda de hablar bien de ella. Por otra parte, resulta evidente que no hay nada en la historia cristiana –más aún, en la historia del mundo– más asombroso que el renombre, la veneración, la confianza y el amor que se han concentrados, polarizados en torno a su figura: una chica de quince o dieciséis años, de un pueblo absolutamente apartado, como... no sé, no puedo hacer comparaciones porque no conozco vuestra tierra.

I
¿Cuál es la primera palabra, entonces, de la que parte nuestro ánimo? «Respexit humilitatem ancillae suae», «ha mirado a la humildad de su sierva»3. “Humildad” deriva de la palabra latina humus, que quiere decir “tierra”. La Virgen fue una criatura que se sabía pequeña, como un grano de arena que se confunde con la “tierra”, que no es casi nada; lo acabo de señalar: una chica de quince o dieciséis años en un pueblecito absolutamente desconocido para el mundo de entonces. Pero, ¿por qué parto de esta palabra? ¿Por qué mi devoción misma parte de esta observación? ¿Qué hay de grande en el mundo? No existía nada y todo acabará, ¡todo! Todo es realmente “tierra”. También la gota de agua de una ola cuando se estrella contra el risco, en la orilla del mar, por un instante brilla como si fuera una perla, pero dura sólo un instante. Todo se circunscribe en un tiempo y un espacio que, juntos, son como un breve instante, algo que dura un instante y luego ya no existe, como la flor del campo –Isaías lo dice y lo repite el Salmo–, que por la mañana florece y por la tarde se seca y no vale más que para ser echada al fuego, cuando se recoja. Todas las cosas son nada. Ahora bien, la conciencia de la propia pequeñez y fragilidad o, como dicen los filósofos, la conciencia de nuestra contingencia, del propio ser efímero –conciencia que se puede no tener a los veinte años, e incluso a los treinta, pero que según avanza la edad se toca con la mano (tenemos una gran salvaguarda, que es la distracción, la evasión, el no reflexionar; pero no es tan humana y, de hecho, no dura, no funciona)–, esta conciencia de que somos nada, de nuestra flaqueza y poquedad, deja espacio igualmente, y muchas veces más bien favorece, a la violencia: porque cuando uno sabe que su vida es breve tiene también la tentación de ser violento. En todo caso –violento o no–, en cuanto percibe su brevedad, su ser “tierra”, nada, el hombre se encuentra al borde del cinismo, navega como a orillas del sentimiento de la nada cuyo reflejo es ciertamente el cinismo; y en cuanto es un ser activo, el hombre se convierte en cínico; cuando uno tiene dentro este sentido de la nada, cuando siente que no es nada, para poder obrar tiene que ser cínico. Algo le salvan de este cinismo los afectos naturales, pero entonces se vuelve triste: si no es cínico, está triste. He dicho que a los veinte años estas cosas se pueden no pensar; pero no, también a los veinte estas cosas pueden claramente dictar actitudes; cierta desesperación es típica de la temprana juventud, de la adolescencia y de la primera juventud. Sin embargo, esta chica de quince o dieciséis años, que fue perfectamente consciente de su pequeñez, de su nada, llevó esta conciencia sin presunciones violentas, sin cinismo, sin tristeza, con un corazón abierto de par en par a la espera. Es así, lo pequeño puede salvarse del cinismo y de la tristeza sólo si se abre de par en par a la espera. ¿Espera de qué?

II
He aquí el segundo pensamiento que me permito subrayar. Hablamos de un ser que en su más temprana juventud gozó de esta sabiduría, porque el primer aspecto de la sabiduría es el amor a la verdad de sí, y el primer factor de la verdad de sí es que somos nada. Pero ¡no somos una nada árida!: somos una nada que ha sido llamada; somos “llamados”, porque no existíamos y no hemos elegido nosotros ser. Si hemos sido llamados y creados sin que lo quisiéramos, y nos vemos frágiles, pequeños como un átomo dentro de todo el cosmos, como algo casi invisible por la nada que somos, entonces he aquí que se explica por qué el corazón del hombre está por su naturaleza abierto de par en par a la espera. Lo cual es tan cierto que la naturaleza del corazón del hombre es la de ser exigencia: exigencia de verdad, exigencia de justicia, exigencia de amor, exigencia de felicidad. El corazón es exigencia, es decir, está abierto, es una realidad abierta; abierta, dispuesta a no pretender, porque yo que no existía ¿qué puedo pretender? Mi única riqueza es la de estar abierto de par en par a una espera sin saber, ni decir, ni pretender –por lo tanto– nada, al igual que no sabía nada cuando fui creado.
Una espera sin ninguna presunción. Imaginemos esta chica de quince o dieciséis años, que observaba todas las leyes de su pueblo y, por tanto, rezaba, a lo largo del día se paraba para pedir con las palabras de todos los demás, las palabras que su pueblo repetía desde hacía milenios dirigidas al inmenso, misterioso, indecible e innombrable –puesto que ni siquiera se podía nombrar– Yahvé, Dios.
Ahora bien, ¿qué es la oración, si no es una petición? En efecto, ella también, en la sinceridad de su ánimo sentía que su corazón era como una gran pregunta –como he dicho antes– una profunda exigencia. Lo que caracteriza la verdadera pregunta es que no abriga imágenes, no proyecta ninguna “pre-tensión”. Una pregunta verdadera alberga una espera, está cargada de espera: y eso fue verdad sobre todo en ella, que heredó de su pueblo la gran promesa de un Salvador, de alguien que lo arreglaría todo. Cómo lo haría se pensaba de formas deferentes (unos eran teólogos de la liberación, otros de la espiritualidad y la intimidad; también entonces hubo estas divisiones, se dieron estas diferencias; pero lo que predominaba era la teología de la liberación que en tiempos de Jesús defendían los Escribas y Fariseos, que esperaban al Mesías que hiciera justicia, es decir, que hiciera de su pueblo el más grande del mundo, libre de todos, que lo libraría de los Estados Unidos de entonces, que eran los romanos). En cambio, ella, que esperaba según la tradición de ciertos grupos llamados los “pobres en espíritu” (los Anauim), aguardó esta salvación sin arrogarse ningún derecho de pensarla de un modo u otro, sino con el corazón y los brazos abiertos a Dios, a la espera del gesto que haría Dios: fue pura espera, su petición fue pura espera.
He aquí, entonces, el segundo importante paso, al fijarse en ese corazón o al reparar en nuestro corazón (porque la Virgen constituye realmente un ejemplo para entendernos a nosotros mismos). Dios es aquello de lo que todo proviene, porque nada se hace a sí mismo y nosotros no nos hacemos a nosotros mismos. En aquel misterioso momento, que el Evangelio relata como la aparición de un ángel –más que la aparición, el mensaje, el anuncio de un mensajero divino–, la palabra que resonó en el corazón de la Virgen fue: «Para Dios nada es imposible»4.
«Para Dios nada es imposible»: he aquí el secreto de la espera, la razón que la hace verdadera espera, razonable y positiva –en oposición a lo que hemos llamado cinismo–, el motivo del gozo profundo y discreto de la espera –en oposición a lo que hemos llamado tristeza–. «Para Dios nada es imposible»: ¿hay algo que se puede objetar ante esta afirmación? ¿Hay alguna objeción posible? ¡No! Entonces, si para Dios nada es imposible, se comprende enseguida cuál es la verdadera naturaleza de esta muchacha: de la vida espiritual de esta mujer emerge lo que nosotros llamaríamos, ahora, el sentimiento religioso.
Cuando estudiaba bachillerato, el profesor de físicas nos llevaba al laboratorio y nos enseñaba un carrete denominado de Runkorff –hace más de cincuenta años, por lo tanto, puedo recordar mal los nombres– que servía para un experimento; el aparato tenía por una parte una punta de metal, por la otra una lámina; cuando pasaba la corriente eléctrica, entre la punta y la lámina saltaba un pequeño relámpago, por una diferencia de potencial; no sabría explicar mejor estas cosas, repito más o menos lo que estudié entonces. Por una diferencia de potencial, se veía el relámpago en la oscuridad de la sala. Así, el sentimiento religioso es como una luz que brilla por la diferencia de potencial entre dos polos: el polo de nuestra nada, de la conciencia de que no somos nada, y el polo de la conciencia de que Dios lo puede todo. Mi propia nada y Su todo.
Es el sentimiento que vivía san Francisco de Asís, y que se describe cuando se cuenta que una mañana no lo encontraron en el convento y lo hallaron en el bosque de la Averna, tumbado con la cara por tierra y los brazos extendidos, mientras repetía: «¿Quién soy yo? «¿Quién eres tú?»5.
El sentimiento religioso es el sentimiento propio de esta diferencia. La Virgen es ante todo el ejemplo preclaro –¡admirable!–, sin rebuscamientos teológicos o filosóficos, del sentimiento religioso: de un lado, humilitas, y del otro, Dios, el omnipotente.
«Para Dios nada es imposible». Que para Dios «nada» sea imposible parece algo fácil de comprender, porque de hecho no hay objeción posible, pero en la historia del pensamiento, también teológico y también católico, no es tan fácil que se haya respetado, no es en absoluto fácil que el hombre lo respete. El hombre siempre está tentado de dictarle a Dios lo que puede y no puede hacer, de proyectar sobre Él lo que considera justo o indebido, y prohibirle lo que cree injusto. Pero las cosas no son así: «Para Dios nada es imposible».

III
He aquí, entonces, el tercer paso que tenemos que dar esta tarde, que la Virgen nos enseña esta tarde tal como lo vivió en su ánimo. En este tercer paso la Virgen se vuelve realmente protagonista. Si a Dios nada le es imposible, entonces estos pequeños seres creados, esta nada que somos, cada uno de nosotros, puede ser tomado por Dios y enaltecido.
San Agustín, anticipando todos los conceptos del evolucionismo encumbrado por la ciencia moderna sobre todo en sentido anticristiano, decía que Dios es tan poderoso que puede haber creado el mundo como una pequeña semilla inicial, seminales rationes6, una pequeña semilla inicial de la que se desarrolló todo. Mil quinientos años antes quemó se anticipó a Darwin y a los cientificistas anticatólicos, antirreligiosos. Así, puede ser que de un punto creado casi invisible Dios haya extraído la entera evolución del cosmos, de la humanidad y del cosmos.
Pero lo que más nos interesa es que mi pequeño y casi invisible punto humano Él lo puede llevar a ser algo grande, al igual que hace con el instante: el instante “parece” algo, pero no es nada, porque el instante es una fracción de tiempo tan breve que, en cuanto se nombra ya no existe, y es una fracción de espacio tan corta que, apenas indicado, tiene que ser franqueado. De nuestra pequeña humanidad y del instante, Dios puede hacer algo grande. Se llama “misterio” esta intervención de la capacidad sin límites de Dios en la nada de la criatura. Por tanto, «para Dios nada es imposible» y, si interviene en la humildad de su criatura, puede hacer de ella algo sublime. ¿Qué quiere decir «algo sublime»? Puede hacer de la minúscula criatura un cauce de Sí, puede hacerla portadora del Infinito. Lo aprendimos luego del Hijo de María, cuando enseñó a los suyos que incluso una palabra dicha en broma tiene un valor eterno y el más pequeño de los hijos del hombre (recordemos la campaña de la Iglesia, junto con los pocos que lo han entendido, en contra del aborto), incluso el más pequeño, es relación con el Infinito, tiene un valor inmortal. Por ello, exclamaba santo Tomás, el alma del hombre «est quodammodo omnia», «es, de alguna manera, todo»7, es decir, es más grande que el mundo; Pascal insistirá en ello: el más pequeño de los hombres, si el mundo entero se aliara para aplastarlo, sería más grande que el mundo que lo oprime, porque él podría abrazarlo, “com-prenderlo”, puesto que es relación con el Infinito.
De todas formas, se llama “misterio” a la intervención del Dios infinito e inefable, a la omnipotencia de Dios, que, de algún modo, se revela y se hace objeto de nuestra experiencia, entra dentro de la experiencia del hombre y de alguna manera se hace factor de la historia, pasando por la humildad de su sierva, usando la pequeñez de la criatura. Y, en efecto, la palabra “misterio”, en sentido cristiano, supera –o, más bien, arrolla– el sentido del misterio tal como lo concibe el pensamiento humano, la filosofía. Para el pensamiento humano, para la filosofía, misterio es lo incognoscible, es el manantial del ser en cuanto que no se puede conocer; en cambio en sentido cristiano “misterio” indica el manantial del ser, Dios, en cuanto que se comunica y se hace experimentable mediante una realidad humana, una realidad histórica. En su sentido último analógico, el primer misterio es el cosmos, porque a través de las estrellas del firmamento o de las flores del campo la sabiduría y la potencia infinita se hacen visibles y sensibles para nosotros (a partir del mundo conocemos a Dios). Pero la palabra “misterio” en el sentido cristiano es más dramática, mucho más precisa: es propiamente Dios que utiliza un factor humano, uniéndolo a Sí, haciéndose protagonista de la historia junto con él.
El Misterio cristiano es Dios que se hace visible, sensible y experimentable en cuánto nos une a Sí, en cuanto se une a un pequeña y a pobre realidad humana. Eso fue la Virgen, y el Omnipotente se identificó con ella de una manera inconcebible para nosotros, de una manera tan inconmensurable que no podemos imaginar nada más grande. Más aún, más que eso no se podía hacer: es como si Dios, convirtiéndose en hijo de aquella chica, hubiera agotado su infinitud.
«Y el Verbo se hizo carne», al igual que cada uno de nosotros se hizo carne en el seno de su madre. Son cosas estas que hace falta mirar detenidamente para poder empezar a percibirlas y a sentirlas –¡imaginaros para poder hablar de ellas!–; son realidades en las que hace falta fijar la mirada, como se miran las cosas más grandes y bellas, aunque sin comparación posible también con aquellas.
Pues entonces, la Virgen alcanzó la cumbre del sentimiento religioso y dio cabida a la iniciativa de la potencia de Dios, porque «para Dios no hay nada imposible», de tal manera que el Hijo del Altísimo se hizo hijo suyo.
Por tanto, el Misterio en sentido cristiano es el acontecimiento que nos hace entender qué es Dios, Dios en cuanto se comunica y hace experimentable, uniéndose de algún modo a una realidad creada: desde la voz que salió de la zarza ardiente a la voz que habló mediante los profetas, hasta llegar a esa cumbre, realmente inefable, que no podemos decir, cuyo fruto tan sólo podemos abrazar: Dios se hizo hijo de aquella joven mujer.

IV
Veamos ahora cómo todo eso –su humildad y la acción soberana de Dios en ella– se reflejó en la realidad humana de la Virgen y qué nueva relación se estableció entre aquel ser, de otro modo desconocido, y la historia entera de la humanidad; veamos qué efecto surtió en la historia de la humanidad.
La reacción activa que el anuncio produjo en la Virgen se llama “fe”. ¿Cómo se expresa esta fe, cómo se expresó el reconocimiento de una presencia más grande de sí?, porque la fe es reconocer la presencia entre nosotros de Alguien más grande que nosotros; y Alguien más grande que nosotros se llama «el Señor». ¿Cómo se manifestó su respuesta? Dice el Evangelio: fiat.
Fiat, fue apenas un soplo. He aquí, al igual que no fue nada esa joven chica de quince años, así su gesto inmenso –sin el cual la historia del universo sería distinta, si el cual no hubiera cambiado el rumbo de la historia–, su fiat, que tuvo un valor crucial para el mundo entero, fue apenas un soplo: el soplo de la libertad. Y la libertad es capacidad de adherir al Ser, al Misterio, al Ser que se revela a través del Misterio, ese Misterio que invade nuestra vida.
Fiat, sí. ¡Sí! El punto que más me llama la atención al leer en el santo Evangelio la narración del anuncio es cuando el ángel acaba de hablar y la Virgen dice: «Hágase en mí según tu palabra». Nada más. «Y la dejó el ángel»8. Me gusta detenerme en esta frase –«Y la dejó el ángel»– e identificarme psicológicamente con ella, imaginarme cómo se debió quedar esa chica, sin ningún apoyo, sin ninguna aparente motivación, salvo la lealtad con el recuerdo. Hubiera podido decir: «Ha sido una ilusión, un espejismo». «Y la dejó el ángel» –fijaos–, y ella se quedó allí teniendo que afrontar al novio, teniendo que afrontar a sus padres, sin que todavía la vida que vibraba en ella fuera sensible, visible, sin que la pudiera experimentar.
Me parece apreciar en esta frase el verdadero momento de la fe, el momento culminante del acto de fe: fundado, erigido, hecho realmente de devoción de la razón, de verdad de la razón, de lealtad con su historia –lealtad con lo que le acababa de suceder– y de fidelidad a la grandeza de Dios que, de alguna manera, la había alcanzado tan sólo con un toque pero suscitando una evidencia. Libertad, amor a la verdad, lealtad, fidelidad a Dios: de todo esto está hecha la fe. «Obsequio razonable», dice la Escritura.
Pues, en primer lugar, la fe. «Dichosa», le dirá su prima Isabel, a quien fue a visitar enseguida. Cuando la inmensidad de Dios toca la humildad de su criatura, esta no puede demostrar su enaltecimiento y el comienzo de su grandeza más que con el amor al otro, con querer a los demás. Fue corriendo a ayudar a su prima Isabel que, apenas advirtió su presencia, exclamó: «Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá»9 tu grandeza es haber creído que se cumpliría lo que te dijo Dios.
La grandeza del hombre, pues, está en la fe, está en reconocer la gran Presencia dentro de una realidad humana. Tal y como el pensamiento puede imaginarla de manera muy confusa, la gran Presencia incide poco en la vida. En cambio, la fe que reconoce la gran Presencia dentro de la nada, la poquedad y la humildad de una criatura, de un acontecimiento histórico, de un hecho histórico como la vida de una joven mujer –«Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá»–, esta fe se convierte en protagonista de la historia. Y, en efecto, el Magnificat lo proclama: «Fecit mihi magna qui potens est», «el Poderoso ha hecho obras grandes por mí»10. Esto no es orgullo: «porque ha mirado la humildad de la su sierva» y, mediante su libertad, su «sí», y, por lo tanto, su fe, la convirtió en protagonista incomparable de la historia. ¡Ningún nombre se le puede comparar!
¿Os acordáis cuando en la escuela estudiábamos a los clásicos? Manzoni, en la poesía El nombre de María, escribe: «Un día, callada, por no sé qué ladera / subía la novia de un carpintero nazareno; / subía, sin ser vista, al hogar feliz / de una preñada anciana [Isabel, que se quedó embarazada cuando ya era anciana, como predijo el ángel]; / / y, al llegar, la saludó; Isabel recibió / con alegría a la inesperada, / y, alabando a Dios, exclamó: Todas las gentes / te llamarán beata [y esta noche nosotros cumplimos esta profecía, comprobamos la verdad de esta profecía].// ¡Ay, con qué escarnio la edad soberbia / habría escuchado esos lejanos presagios! [con qué risa de desprecio el hombre moderno habría escuchado a esa chica de dieciséis años decir: ¡Me felicitaran todas las generaciones!]. ¡Ay, cuán tardo / nuestro consejo! [qué duro es nuestro cerebro] ¡Oh, cuán mentirosos son nuestros humanos intentos de comprender! [qué mezquino y mentiroso es nuestro modo de ver las cosas]»11.
«Ha hecho obras grandes por mí»: el mundo, la historia, el número de los años fueron partidos en dos por el niño que nacería de ella. Y el niño que nacería de ella sería el Salvador de su pueblo, el Salvador del pueblo de Dios que es la humanidad entera. Verdaderamente, «el Poderoso hizo obras grandes por mí».
En la página de las bodas de Caná tenemos el documento de lo que la Virgen, como mujer y como madre, sería a lo largo de la historia: la mediadora entre la pobreza del hombre y la potencia del Misterio, Jesús. Dijo a los sirvientes: «Haced lo él os diga»12, y Cristo le obedeció, digamos así, “le obedeció”, porque no fue estrictamente una obediencia, sino un ceder a esa suprema conveniencia que brota del amor del hijo por la madre.
Esta es la devoción más arraigada en la historia de la Iglesia y del mundo: la devoción a la Virgen es como el prolongarse entre nosotros de la mediación que ella realizó en Caná entre aquellos dos pobres novios y Jesús; por una conveniencia profunda, admirable, colmada de ternura e instrumento del afecto supremo, Dios hecho hombre, a quien el Padre entregó todo, accedió a su ruego. «Tuyos eran [los hombres] y tú me los diste», «por el poder que tú me has dado sobre toda carne»13, dice Jesús al Padre antes de ir a sufrir su Pasión.
Todo esto ocurrió por la intercesión de esta mujer, mediadora de toda gracia, que es cómo la salvación de Cristo se comunica al hombre, a su frágil criatura; por tanto, mediadora de la acción salvadora del Misterio. ¡Mucho más que protagonista de la historia! Y el mundo entero y todas las fuerzas humanas, incluso las eclesiásticas, se ven obligadas –cómo decir– a hacerse humildes ante el emerger del milagro que es María, porque a lo largo de la historia de la Iglesia ella ha hablado siempre a su pueblo; el pueblo cristiano forma parte del objeto de su maternidad, pues todos los hombres son miembros, o están destinados a serlo, del cuerpo glorioso de su Hijo. Verdadera protagonista de la historia: «el Poderoso hizo obras grandes por mí».

V
Pero llegados a este punto, el misterio de Dios nos revela aún más el misterio –en el sentido oscuro, no luminoso del término– de la vida del hombre, el enigma de la historia humana. El misterio de la historia humana es el de una lucha, una lucha entre el bien y el mal, es decir, una lucha entre el Hijo de María y –utilicemos las palabras del Evangelio– los que han sido engendrados por la mentira. El octavo capítulo del Evangelio de san Juan describe precisamente la historia del hombre como una lucha entre Jesús y los seguidores o los hijos de Satanás: «Vosotros sois de vuestro padre, el diablo. Cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira»14. Entonces el protagonismo de María en la historia es el de ser madre de la verdad; y el hombre, cualquier hombre, ante ella vuelve a su verdad, a la humildad, y se encuentra con la grandeza del misterio de Dios, al que nada es imposible. La Virgen, en la historia de la humanidad, es la fuente más viva, vigorosa y vibrante, del sentimiento religioso. Pensemos, por ejemplo, en Fátima, cuando intervino en la historia de la Iglesia y en la vida del mundo por medio de tres niños de cinco años y ocho años, que cambiaron el rostro de la nación portuguesa. Pues, ¿por quién nos decantaremos nosotros? ¿Nos pondremos de parte de los hijos de la mentira o querremos ponernos de parte del Hijo de María? «En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer [ninguna diferencia; ni derecha, ni izquierda], ya que todos vosotros sois uno [eis, una sola persona] en Cristo Jesús»15. Entonces, realmente es madre mía como es madre de Jesús, madre nuestra como es madre de Jesús. Una vez (en el vigésimo primer capítulo de san Juan), Jesús apareció en la ribera del Lago de Tiberíades (es una de las páginas más bonitas del Evangelio). Estaban allí todos los apóstoles, en aquel alba fresca, delante de aquel individuo, de aquel hombre que para ellos había preparado pescado asado (quién sabe cómo vino allí y preparó esos peces para ellos). Y todos sintieron: «¡Es el Señor!». Y nadie se atrevía a decírselo, no osaban hacerlo. Después, cuando ya habían hablado, Jesús se vuelve, quizás mientras ya se iban, se dirige a uno de ellos y le dice: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?». Y Pedro, sintiendo temblar el corazón al aflorar los recuerdos de sus traiciones, de las contradicciones, de las mezquindades que constelaron toda su vida de pobre hombre, quién sabe cómo, contesta: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Y Jesús, mirándolo, le dice todavía: «Simón de Juan, ¿me amas?». Tal vez con temblor, Simón contesta: «Señor, tú sabes que yo te quiero». «Apacienta mis corderos». Lo hizo protagonista de la historia, lo eligió como jefe de su Iglesia. Por tercera vez, quizás después de haber dado unos pasos, se detuvo y le dijo: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?». Entonces, se entristeció Pedro, le embargó la confusión, y sin embargo, tuvo el ánimo de decir: «Señor, tú lo sabes todo: tú sabes que te quiero». «Apacienta mis ovejas, todo lo que es mío lo entrego en tus manos. En verdad, te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas adonde querías; pero cuando llegues a ser mayor otro te ceñirá y te llevará donde tú no querías». Y, al rato, le dice: «Sígueme»16. «Sígueme». La historia de la Iglesia se injerta en la descendencia de Pedro, el papado, el obispo de Roma, garante de la fe de todos los obispos y todos los fieles (lo cual, manifiesta el misterio, la omnipotencia de Dios dentro de la historia, dentro de nuestra historia de pobres hombres). Lo hizo protagonista de la historia, con un breve comando: «Sígueme». ¿Qué significó para la Virgen decir fiat, «hágase en mí según tu palabra»? Significó decir: «Sí, te sigo». Come escribe el Papa, en su maravillosa encíclica sobre la Virgen17, lo que el ángel ofreció a la Virgen fue el primer «sígueme» de la historia cristiana. Y ella contestó: «Sí, te sigo. Hágase en mí según tu palabra». Lo mismo tiene que ser para nosotros. En nuestra breve existencia, que es parte de la historia de Dios con la humanidad, ¿de qué parte estaremos? De parte del fiat, del «sí» frente a cualquier circunstancia de la vida, que no tiene otro sentido que este decirnos: «Sígueme». ¿Cómo me dice Dios, Cristo, «Sígueme»? A través de las circunstancias de la vida, en sí mismas humildísimas, hechas de instantes que no son nada, hechas de nada. Pero, abrazando estas circunstancias, diciendo: «Sí, te sigo», nosotros nos ponemos de parte de aquel pueblo humano que, iluminado y redimido por Cristo, por el ejemplo y la intervención mediadora de la Virgen, arrastra el mundo entero, humano y no humano, los hombres y el cosmos, hacia su destino. Viviendo el fiat en el día de hoy, en las circunstancias de esta tarde o de mañana, diciendo fiat: «Sí, te sigo», que es apenas un soplo, una nada respecto a la imponencia de lo que ocurre, nosotros nos volvemos junto con la Virgen corredentores: colaboramos a llevar el mundo humano y cósmico hacia su destino, hacia su felicidad y plenitud eterna, hacia aquello por lo que una madre da a luz a un hijo: la felicidad.

Notas
1 Monseñor Francesco Tarcisio Bertozzi, entonces obispo de Faenza-Modigliana.
2 Sir 24, 31.
3 Cf. Lc1, 48.
4 Lc 1, 37
5 Cf. San Francisco de Asís, De la tercera consideración de los sagrados santos estigmas, en Las florecillas de San Francisco, a cargo de Francisco Sureda Blanes.
6 San Agustín, Del Génesis a la letra, Libro IX, 17.32.
7 Santo Tomás, De veritate, en Summa Theologiae, I, q. 14, a. 1; I, q. 16, a. 3.
8 Lc 1,38.
9 Cf. Lc 1,45.
10 Cf. Lc 1,49.
11 A. Manzoni, Tutte le poesie, Garzanti, Milano 1991, p. 165, vv. 1-12.
12 Jn 2,5.
13 Cf. capítulo 17 de san Juan.
14 Cf. Jn 8,44.
15 Cf. Ga 27-28.
16 Cf. Jn 21,1-19.
17 Cf. Juan Pablo II, Redemptoris Mater, 20.