Eurogallo

Pilar Rahola

Voy a decirlo de carrerilla, a ver si esquivo los sopapos: me encanta Eurovisión. Y no sólo eso, sino que me niego a vertebrar cualquier atisbo de excusa intelectual, para no parecer demasiado frívola. Al contrario, escribo con la bandera de la superficialidad alzada, porque, por suerte, la vida es una botica con muchos ingredientes, desde los más profundos y trascendentes, hasta los más relajados y fútiles. Yo misma he leído este fin de semana el magnífico libro del sacerdote Julián Carrón La belleza desarmada y, a la vez, me he reído, cual pequeña pitufa, con las tonterías del festival. Lo complejo y lo simple…, el submarinismo y el surfing… (Por cierto, hablaré de este libro y de Carrón en algún artículo: ¡grandes!)
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Además, ya basta de tanta hipocresía políticamente correcta, como si algunos programas de televisión sólo fueran del agrado de los otros, y los unos se mantuvieran en la alta pureza de los gustos. Entonces, ¿qué milagro multiplica los panes y la audiencia de todos estos programas? Quizás, y es un por favor, deberíamos relajarnos un poco, dejar la tontería pseudoin¬telectual que nos ataca, y reconocer sin apuros que nos puede divertir un programa kitsch y surrealista, cuya ¬finalidad simplemente es la de pasar el rato.

Eurovisión es eso, una gran falla, cuyo barroco colorido está destinado a la gran hoguera final, sin apenas recorrido en la memoria posterior. Nace para ser consumido y olvidado, y en el entreacto, para ofrecernos mucho espectáculo, algo de delirio daliniano y, si hay suerte, un poco de música. ¿Que se trata de una parafernalia comercial que no siempre tiene en cuenta el valor musical? ¿Y? ¿Alguien imaginó que pretendía eso? Por supuesto que es puro comercio, pura superficialidad y puro divertimento y, en algunas insólitas ocasiones, algo de música. Este año, por ejemplo, el festival nos ha regalado una pieza poética excepcional con la canción portuguesa, pero ese regalo es un feliz añadido inesperado, porque en Eurovisión no buscamos un cantante excelso, sino un producto de ocio fast food. Personalmente me lo paso pipa con la desmesura de los vestidos, con los decorados que parecen de la guerra de las galaxias, con la fauna gallinácea que habita en algunas gargantas, y, por supuesto, con ese momento culminante del trois points, three points, que nos retrotrae al blanco y negro. Puro sofá de casa sin ambages ni ambiciones.

Lo único alucinante es la cosa patriotera que les ataca después a algunos, como si les fuera el orgullo en la posición conseguida. Estos días he leído mucha tontería de estas en los periódicos del reino, atribulados por el patadón en el trasero de la marca España, lo cual significa hasta qué punto están desesperados. Porque si la marca España depende de la po-sición en Eurovisión, mejor que se ¬independicen de sí mismos. Que lo cutre no es el festival. Lo cutre es ¬tomarlo en serio.