Por qué había que hacer santa a Teresa de Calcuta

Ninfa Watt

Se cuenta que, tras visitar los barracones en los que la madre Teresa recogía a los moribundos para que viviesen sus últimos momentos con dignidad y sintiéndose queridos, alguien le aseguró: “Esto que usted hace, yo no sería capaz de hacerlo ni por todo el oro del mundo”. Ella respondió: “Por todo el oro del mundo, yo tampoco”.
Hoy Teresa de Calcuta vuelve a ser noticia. Casi veinte años después de su muerte, y con una obra viva en cinco continentes, ha sido canonizada por la Iglesia católica con el papa Francisco a la cabeza. No es santa porque lo diga la Iglesia; más bien a la inversa: porque vivó y murió como santa, la Iglesia la ha reconocido como tal oficialmente el pasado 4 de septiembre. En el corazón de muchos ya lo era sin necesidad de trámites.
Jamás hubiese acaparado portadas de revista o espacios televisivos por su belleza, por sus medidas, por títulos nobiliarios o por las listas de Forbes. Lo suyo iba por otro lado. Sin embargo, si se hace una lista de las personas más influyentes en el siglo XX, de los iconos más representativos en distintas facetas, sin duda ocuparía uno de los puestos destacados y mundialmente reconocidos. ¿Sus señas de identidad?: amor incondicional, bondad, misericordia, ayuda a los desfavorecidos, ternura, fuerza en la debilidad, empatía entrañable, resistencia tenaz en la búsqueda del bien, compasión… Todo hasta grados heroicos. Un nivel que muchos podemos admirar, pero muy pocos son capaces de imitar. Sus motivaciones eran abiertamente conocidas: la fuerza de su fe y un amor ilimitado a Dios y a todos los seres humanos.
Era menuda, de ojos sonrientes, arrugada en la pequeñez de sus últimos años. Inconfundible en el sencillo sari blanco que adoptó como signo de consagración en la tierra que hizo suya: la India. Sin embargo, su capacidad de liderazgo espiritual y su personalidad irradiaron hasta adquirir reconocimiento internacional. Nunca lo buscó pero, llegado el caso, lo puso al servicio del proyecto que representaba para despertar conciencias y sensibilizar a otros en defensa de la humanidad.
No me cabe duda de que su paso por este mundo ha merecido la pena. Ha sido una vida llena de sentido. Sus credenciales son los millones de personas que, sin distinción de raza, religión, sexo, edad, condición social, lengua o nacionalidad, han recibido ayuda, respeto, amor, acogida y esperanza cuando eran despreciados; todos los enfermos de sida, los huérfanos, los pobres, los moribundos, los excluidos que siguen siendo atendidos por la congregación de las Misioneras de la caridad que fundó ¬ –más de 4.500 misioneras en más de 133 países– y por sus colaboradores. La avalan otros tantos millones que, viéndola vivir y conociendo su obra, han sentido despertar alguna fibra en su interior sacando a flote lo mejor de sí: solidaridad, generosidad, capacidad de compartir, tolerancia, empatía. Y ahí siguen, cada uno según sus circunstancias, comprometidos con una causa que eleva y mejora el mundo.
Hay quienes se empeñan en rebuscar o crear en su figura supuestos lados oscuros. Lo tienen difícil, al menos si pretenden un mínimo de rigor y credibilidad. Ante la incapacidad de comprender la bondad, la verdad o la belleza, la niegan. Rechazan aquello que les supera. Si no fuese patético –tratándose de situaciones dramáticas como las que sufren los más excluidos de la sociedad–, darían risa, por ridículos, los aspavientos escandalizados de quienes la acusan de no atender a los enfermos o moribundos de los extrarradios de Calcuta según los protocolos internacionales, o de reutilizar las agujas, o de un trato poco ‘profesional’… Seguro que quienes hacen tales afirmaciones –contarán con conocimientos, preparación y medios para hacer las cosas mejor–, serán muy bien recibidos para continuar la tarea de la madre Teresa, en Calcuta o en cualquier otra parte del mundo. Imagino que ella, si escuchase semejantes ocurrencias, sonreiría y seguiría con su trabajo. No perdería ni un segundo en defenderse. Necesitaba todo su tiempo para ayudar a los demás, incluidos, por supuesto, sus detractores, en caso de necesitarla.
Como persona, me reconcilia con la especie humana saber que, en ella, hay seres como la madre Teresa. Como mujer, me siento orgullosa de que el lado más luminoso de la humanidad lo encarne hoy una mujer: sencilla y pequeña en apariencia, pero con una fuerza vital capaz de transformar el mundo y mejorarlo. Si hay personas como ella, si para el ser humano es posible alcanzar tal plenitud, amar así, vivir así, aún hay esperanza para la humanidad.